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Los monjes iban a ponerse en marcha, pero uno de ellos, un burgalés de mediana edad, preguntó alarmado:
-¿Y la población? ¿Y los chipioneros?
El padre prior lo miró, resignado e impaciente.
-Cruzaremos la villa, e iremos pregonando la marcha. Que se unan, lo dejen todo y se pongan a salvo en Sanlúcar con nosotros. Los que no quieran, o no se enteren, que Dios los ampare. No podemos hacer nada más, ya es tarde para cualquier otra prevención. Ni siquiera hay tiempo apra rezar, los ingleses están aquí ya -los hermanos podían oír, en la lejanía, los tambores y el paso de miles de soldados marchando hacia Chipiona desde Rota -. Que cada uno rece lo que sepa para sí mismo, y que Dios nos ayude a todos.
Comenzaron a marchar, al principio ordenadamente. El grupo, no muy numeroso, fue saliendo por la puerta principal del convento, hacia la villa de Chipiona. Apenas un kilómetro separaba el convento de Santa María de Regla del pequeño núcleo urbano que se apiñaba en torno a la vieja parroquia de la O, la calle Larga, la plaza de abastos, el vetusto castillo, la Punta del Perro y el destartalado muelle. El camino era una vereda abierta entre viñedos y dunas, espectaculares cerros de arena fina y blanca coronados por verdes retamas, palmas y floresta atlántica y baja. Recibía, a la sazón, el nombre de Camino de Regla.
Los monjes, llevando a la Virgen casi en volandas y sin apenas tiempo para hablar y tomar resuello, a punto de salir a la carrera, llamaron la atención de los ingleses que aún quedaban guardando la flota anclada frente a Chipiona, despertando sus iras. Alún malintencionado buque incluso disparó varios proyectiles, sin demasiada intención ni brío, que levantaron largas columnas de espuma en la playa y algún que otro susto entre los atribulados agustinos.
Las cuatro compañías anglo-holandesas estaban ya metidas hasta las rodillas en el fango de la Laguna de Regla en el momento en que los monjes agustinos cruzaban Chipiona rumbo a Sanlúcar. Dicha Laguna era una amplia zona de marismas, barro, lodazales y terrenos arcillosos, recorrida por infinidad de riachuelos y arroyos, y rodeada por un grueso cordón dunar que la separaba de la playa, y un espeso pinar mediterráneo que la cercaba casi por completo. Era una depresión del terreno que se llenaba con las lluvias y servía de vivero y hábitat para multitud de especies animales y aves.
Y precisamente aquel año había sido bastante prolijo en lluvias, con lo cual la mitad de aquella milicia invasora se encontraba trabada entre profundos cañaverales y cenagosas marismas, entorpeciendo la marcha hasta el punto de pararla del todo. Los capitanes inglseses maldecían sus errores de cálculo. Habían sido tan arrogantes que no reconocieron el terreno previamente, considerando que la superioridad técnica, táctica y numérica tan abrumadora de su milicia era suficiente para sembrar el pánico en aquel pueblucho donde, según el alto mando británico, el único peligro eran unos quince curas desarmados que custodiaban un rico botín, o eso les habían contado.
Mirando a sus hombres chapotear lastimosamente en aquellas marismas, sin poder encontrar los caminos y veredas de tierra firme que les conducirían a Santa María de Regla, intentado que sus fusiles no se mojaran, los capitanes ingleses, colorados y sulfurados -en parte por el jerez y el fino que ya habían tomado en abundancia, y en parte por la humillante situación que estaban viviendo - se acababan de dar cuenta de que sí, se habían equivocado.
Cuando la comitiva de monjes y habitantes de Chipiona -todos estaban temerosos en la villa y siguieron sin rechistar las indicaciones de los agustinos, y se unieron tras la Virgen de inmediato- enfiló el camino de Sanlucar por Montijo, bajando a la playa aprovechando la bajamar, el rumor del ejército invasor dejó de oírse. El padre prior, volviendo instintivamente la cabeza hacia atrás, rogó a Dios que algo detuviera por un rato largo la marcha de los ingleses, sin saber que no fue Dios sino la torpeza y suficiencia de los mandos británicos la que le otorgó a él y a los chipioneros la pausa necesaria para alcanzar sin complicaciones la vecina Sanlúcar.
Allí encontraron la ciudad expectante y preparada, conocida de antemano la alarma. Los recibieron con los brazos abiertos en el convento de San Agustín, y los civiles fueron disponiéndose como pudieron por la ciudad, donde todos tenían familiares, amigos y conocidos donde quedarse.
El prior Augusto, sentado frente al río contemplando el atardecer, reflexionaba sobre el día que acababa. Habían salvado el pellejo, la Virgen y las alhajas del convento de Santa María de Regla por muy poco. Algo había retrasado a los ingleses. La providencia o la mala planificación de la marcha, intuía el agustino. El caso es que lo habían logrado, pero ahora tendrían que defenderse del ataque anglo-holandés a Sanlúcar. Chipiona sólo era una aldea más que saquear, con un monasterio que quizás pudiera resultarles interesante a los invasores. Sanlúcar era una plaza importante para hacerse con el control de la bahía de Cádiz, principal misión de la armada que Inglaterra y Holanda habían hecho anclar frente al convento de Regla y las playas de Chipiona, y que llevaba saqueando y asaltando Cádiz y sus pueblos adyacentes más de tres días.
Tras encontrarse la villa de Chipiona vacía y el convento aledaño solitario y sin ningún alma al que interrogar, torturar, robar o matar, las cuatro compañías anglo-holandesas recibieron la noticia de que un gran ejército de más de 15.000 hombres había llegado a Sanlúcar con el objetivo de expulsar a los ingleses de la bahía y aniquilar su flota. Pero esto ya es otra historia, y está en los libros, al alcance de quien se interese.
A principios de octubre de ese mismo año, tras finalizar la amenaza extranjera sobre Chipiona y su convento, la Virgen de Regla volvió a su tierra en solemne procesión por la playa desde Sanlúcar, en un hito histórico en el discurrir de los tiempos de esta localidad.
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