
El jugador se queda quieto, plantado en mitad del área, con la mirada perdida y el rostro desencajado. Se lleva las manos a la cabeza, se estira la camiseta. Se limpia la cara, tuerce el gesto, mira al cielo, implorándole a la nada. Él no controla sus gestos porque su mente no está allí. Mira a un lado, mira al otro, busca refugio, consuelo. A su alrededor todo es alegría de los rivales, o llanto de los suyos. Todos evitan mirarlo, compasivos pero con la llama de la desesperanza ardiéndoles dentro de sí. Para él, la llama no es tal sino fuego destructor que nace en las entrañas y asciende hasta la cabeza, y parece querer hacerla estallar.
Ha fallado el penalti decisivo. El gol crucial que les iba a dar el ansiado título, el pase a la final deseada, evitar la tragedia del descenso. Todos estaban pendientes de él. Miles de corazones dejaron de latir durante un segundo, esperando su lanzamiento, su acción, su parada. El trabajo de años, la lucha diaria, la pelea, el esfuerzo y el sacrificio de un club, de una afición, de unos técnicos y de unos compañeros estuvo, durante una fracción de tiempo, en las botas del líder del equipo, en las piernas del elegido para la gloria, en los guantes del cancerbero en el que todos confiaban. Y él falló.
La soledad azota la figura inerme del derrotado. Lanzó arriba, al cielo, al centro, al poste, a las manos del portero, el penalti soñado. Metió la pierna y derribó al contrario justo cuando no debía, en el momento menos indicado, dentro del área, y el árbitro señaló la pena máxima. Erró en el pase, se la dio al rival, y éste marcó. Calculó mal el salto y el delantero contrario se adelantó. Falló un blocaje fácil y la pelota, como caja redonda que contenía la vida, los sueños y las aspiraciones de miles de personas, se escurrió por entre sus piernas, a las redes, sin que él nada pudiera hacer.
Tirado entre las mallas de su propia portería, de rodillas ante el punto de penalti fatídico, fijando la vista en puntos indeterminados, sin ver. Lamenta, con una letanía angustiosa, su mala fortuna, su fallo. Jura y perjura que él estaba preparado pero marró en el momento en que todos esperaban su acierto. Sabe que algo, en lo más hondo de su ser, ha reventado, y que el daño que se ha cometido a sí mismo es algo irreparable.
No podrá volver atrás en el tiempo, porque no hay máquina capacitada para ello. No podrá cambiar el ángulo y la fuerza de su disparo, ni afirmar mejor antes de tirarse a por la pelota decisiva. No podrá volver atrás, y desde ese preciso instante en el que las lágrimas afloran a sus ojos cuando observa a los rivales festejar el triunfo que él tuvo en su mano, deberá cargar con la culpa, el oprobio y la vergüenza de ser el que falló el penalti o pifió un despeje fácil que conllevó la derrota de su equipo en la más alta cita con la gloria y la fama.
Gloria y fama que le serán negadas para siempre, porque él no sabe, ni puede llegar a atisbar desde su dramática posición, si volverá a tener otra como esa para redimirse. Posiblemente el destino no le depare ninguna más. La impotencia, el trágico sentimiento de culpa, la frustración y la desesperanza le arden en las venas, lo van consumiendo poco a poco. Siente, allí tirado junto a la portería maldita mientras sus compañeros van a buscarlo y consolarlo, siente como si un globo invisible fuera hinchándose en su pecho y le hirvieran los dedos, la frente y la barriga, de impotencia, de resignación y de coraje.
Recoge la medalla de plata, y se la quita. No la quiere ver, no quiere tocarla, le quema tanto como el recuerdo del penalti fallado, de la parada errada. La plata es amarga, sabe agrio. La plata del subcampeón, que constituye y constituirá siempre el recuerdo imborrable de la tragedia de la que una vez él fue protagonista y actor principal. Culpable. Ve cómo el rival festeja, levanta el hermoso trofeo, lo pasea, ríen, lloran de felicidad, y a él las lágrimas empiezan a correrle por las mejillas, imposibles de contener. Sus compañeros lo miran, un poco más calmados, le dan ánimos, lo abrazan, le palmean la espalda. Todos están jodidos, pero nadie puede llegar a comprender cómo lo siente él. La responsabilidad máxima de una ciudad, de un pueblo, de un país, de una afición, de unos futbolistas y de unos compañeros, estaban en sus botas, en sus manos, y el falló.
El miedo más grande que él tenía, el miedo al fracaso, a la derrota, al error, se plasmó justo en ese momento. Su mente vuela de nuevo hacia el instante en que metió la pierna cuando no debía, en que derribó al contrario provocando el penalti que los dejaría fuera de la gloria eterna. Fuera de la Historia. Quizás mañana él comience a aceptar la derrota, a digerirla. Pero ahora es imposible. Ahora no puede ni articular palabra.
Caminando con la cabeza baja, rumbo a los vestuarios, levanta la vista y observa su grada. Miles de niños, de adultos, de mujeres, de personas que llevan la camiseta de su club, con su número y su nombre a la espalda, lo miran con ojos llorosos. Algunos lloran desconsolados, otros se abrazan, se dan ánimos. Otros, muchos, lo ven y comienzan a corear su nombre, levantándose del suelo de la miserable derrota y jaleando, una vez más. Pero eso supone otro mazazo para él, que camina aún más dolorido, maltrecho, roto, con la medalla de plata del subcampeón en la mano, rumbo a la ducha, rumbo al olvido. Porque él sabe perfectamente que la Historia recuerda a los vencedores, a los campeones. De los que perdieron nadie se acuerda, son un número más, un dato frío en las estadísticas del que nadie hablará pasados unos años.
No quiere ver, ni oír a sus aficionados. Sus caras de tristeza son para él lanzadas llenas del veneno de la frustración, directas al corazón. Se demorará en la ducha, y mientras el agua caiga a plomo sobre su cabeza y lo purifique, los restos de la batalla seguirán sonando como ecos inextinguibles en su cabeza. Seguirá tirando, una y otra vez, el puto penalti fallado. Seguirá resbalándose el balón de sus manos, y él seguirá su trayectoria, una y otra vez, con la mirada desesperada, sin poderlo atrapar, ni hacer nada para evitar una derrota que ya es inevitable, un fallo que le marcará de por vida.
Quizá la vida le depare una segunda oportunidad. Quizá mañana encuentre las fuerzas necesarias para continuar trabajando; el estímulo, el picor, aquello que lo haga levantar y pelear para que el fútbol le devuelva, otra vez, a ese punto de penalti. Para que la vida lo coloque otra vez en esos once metros, con el balón en los pies. Para no fallarlo. Para rebañarle la pelota al delantero rival sin hacerle falta penal, y para atajar con contundencia y seguridad esa pelota llovida del cielo en el último minuto.
Para resucitar como el ave fénix.
Para el Pato Abbondanzieri, para Kolo Touré, para Román Riquelme, para Joaquín, para Raúl, para Figo y para tantos otros que fallaron cuando no debían. Aguante, carajo.
1 comentario:
muy bueno,dedicate a prensa chaval q te forras
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