miércoles, 2 de julio de 2008

Me lo merezco


Me lo merezco. Sí. Como diría el otrora gran puntal de la Quinta del Buitre, genial extremo, Míchel, ahora reconvertido en desgraciador de canteras poderosas, en cualquier caso mito en el santoral madridista, me lo merezco. Me merezco este triunfo de la Nacional, de España. Y no es por ser más egoísta que nadie, porque no soy yo el único incondicional de la Selección que ha vivido, y sufrido, y llorado, y renegado, desde que tengo uso de razón. Pero a sotavento de la fiebre roja y patriótica que ha recorrido el país en esta Eurocopa con la victoria de España (dan ganas de cantar "Sólo sois del equipo cuando sale campeón, campeón, campeóooooooooon", pero tampoco es plan, al fin y al cabo, a la gente le gusta ganar, y no le gusta perder, esto es humano, y ver tantas banderas rojigualdas por la calle es motivo de placer y orgullo para mí) creo que es preceptivo, por lo menos para mí, decirlo, alto y claro, tan alto y tan claro como me permite este altavoz cibernético que Tito Blogger pone a mi disposición (perdonen que me ría de lo de "ALTAvoz"): Sí, me lo merezco.

Uno de los primeros recuerdos futbolísticos que asaltan las retinas de mi memoria, por no decir uno de mis primeros recuerdos (el fútbol es la vida), son pequeños flashes de imágenes superpuestos de la Copa del Mundo de EEUU de 1994. Recuerdo muy vagamente los partidos ante Corea y Bolivia (del de Alemania no me acuerdo de nada), y sobretodo, quizá por su trascendencia, rememoro vívivamente una imagen que quedaría grabada a fuego para siempre en mí: Luis Enrique sangrando, con la nariz rota por un brutal codazo del defensa italiano Tassotti, llorando ante un árbitro al que hasta hace poco no he puesto nombre (Sander Puhl, se llamaba el hideputa). El yerro de Salinas, con el balón botando, más sólo que la una delante de Pagliuca, la posterior contra azurra, Baggio driblando a Zubizarreta, y luego el fin. El desastre. La primera herida.

Por esos tiempos yo, sin aún 5 años, ya la Verdadera Fe del madridismo me había ganado para siempre para la causa, pero la Selección era algo distinto: un equipo al que me adscribía sin dudarlo por la evidente filiación, pero que sacaba de mí un espíritu algo quijotesco: vamos a ganar contra quien sea, sin temer a nada, además siendo los mejores del mundo y sentando cátedra...exaltaba mi patriotismo ver aquellas 11 zamarras rojas puestas en fila escuchando un himno que era mío y era de todos, y me emocionaba comprobar cómo las gradas de estadios lejanos, de países lejanos, se teñían, aunque sólo fueran 5.000 los hinchas, de rojo sangre, rojo vino tinto, rojo pasión, rojo de España. Luego venían las derrotas, y el renegar, una y otra vez, de la patraña de equipo que, por una u otra causa, nunca estaba a la altura de las ilusiones que yo y 40.000 millones de compatriotas depositábamos en él.

Observar la tele con gesto de incredulidad, agarrarse la cabeza y negarlo, una y otra vez, no puede ser, es imposible, otra vez, a nosotros, porqué. En la Eurocopa de Inglaterra del 96 yo ya sabía algo de qué iba aquello, pero curiosamente tengo tres recuerdos que, no sé porqué razón, han quedado más marcados que otros en mi memoria de aquel campeonato: el gol de Alfonso que supuso el 1-1 contra Francia en el primer partido, nada más salir el getafense; el gol de Guillermo Amor, en plancha rematando un centro bajo por la derecha, a Rumanía, sobre la campana, que nos metía en cuartos, y el partido de Inglaterra: mi otra gran herida. Los dos goles anulados injustísimamente no por el árbitro, sino por la ley del anfitrión, y la horrenda tanda de penaltys, con los fallos de Hierro y Nadal. Pero aún era joven.

El primer gran palo con la Nacional llegó en 1998, en el Mundial de Francia. Yo venía de ver a mi Madrid hacer Historia ganando la Séptima Copa de Europa en Amsterdam, sin duda mi mejor recuerdo futbolístico, y aunque no supiera bien qué significaba aquello, creía que la audacia de mi club se iba a trasladar a la Selección, e íbamos a arrasar. Todo el mundo decía que sí, que este año éramos la repolla, nos íban a dar la Copa antes de jugar, e íbamos a dejar a los gabachos con el culo al aire en su propio terreno. Mejor no cuento lo que sentí cuando Zubizarreta puso aquella mano blandita ante los fogosos nigerianos en un centro ridículamente lento desde la izquierda; no cuento lo que sentí ante el penoso e impotente 0-0 contra Paraguay; y qué decir de la goleada estéril a Bulgaria...

Mientras, no me perdía ningún amistoso, ninguno. Nunca lo he hecho. Considero que, cuando juega el Madrid y cuando juega España, el momento es sagrado, y he de verlo sí o sí. Aunque sea un partiducho de mala muerte sin emoción ni trascendencia. Es el Madrid, y es España. Y nunca caminarán sólos, por mal que lo hagan, y por pena que den. Que a mí no me darán pena jamás, sino dolor y sufrimiento, pero eso es porque yo soy un fanático. ¡Cuántas burlas he tenido que aguantar de mi padre, de mis amigos, de la gente, de la prensa, cuando España hacía el ridículo en esos campos de Dios! Los que ahora se suben al carro de la victoria, gloriosa victoria, no conocieron Chipre, ni Belfast, ni Suecia, ni las penosidades de Islandia, ni lo de Grecia en Zaragoza, ni muchas, ni muchas cosas. Y les vendría bien recordarlo, para que sepan cuánto vale esta Eurocopa que hemos ganado en Austria.

Llegó entonces la Eurocopa de 2000, en Holanda y Bélgica. Otra vez, ya más consciente de las cosas y de su importancia, llegaba yo orgullosamente altivo tras ver, por segunda vez en 3 años, a mi Madrid como rey de Europa tras humillar en París al Valencia. Llevábamos una buena Selección, con el mejor Raúl de siempre, con Camacho, Valerón, Alfonso, gente en condiciones. Recuerdo un anuncio de Pepsi, donde salían nuestros 23 alabarderos rumbo a Bélgica montados en un autobús con el lema "Vete y no vuelvas sin ella". Para qué comentar nada.

Fue ese campeonato especialmente doloroso. Empezamos mal, y yo no me creía, no podía creerlo, que hubiéramos perdido contra la todopoderosa Noruega por 0-1 gracias a una cantada sideral de Molina. Era ruinoso. Luego enmendamos la plana en el Arena de Amsterdam venciendo con mucho trabajo a Eslovenia, y yo empecé a creer. Cuando creí del todo fue tras asistir a uno de los momentos más maravillosos que el fútbol me ha dado: el España 4-3 Yugoslavia. Algo apoteósico, algo memorable, algo inolvidable. En el descuento perdíamos 2-3, y no nos valía el empate para pasar a cuartos. Metimos dos goles, un penalty y otro épico de Alfonso, con toda España enganchada a la portería yugoslava, buscando rematar aquel centro alto de Guardiola. Grandioso, memorable de verdad. Hasta esta victoria en Viena, lo mejor que recuerdo de la Roja.

Luego llegamos a cuartos, muy quijotes y muy crecidos, y Francia nos devolvió hacia más abajo de los Pirineos en un partido crudo, una batalla, y un penalty fallado por Raúl del que no diré nada, y ésa será la mejor descripción de lo que sentí en el momento en que volví al salón y vi que lo que decía mi padre, que había fallado Raúl, era verdad. Porquísima miseria.

Más tarde, Corea, Portugal y Alemania. Ilusiones, decepciones, indignaciones. Al-Gandhour, la sordidez y visicitud de la Eurocopa de Portugal, y la sangrante eliminación, aquella noche, en Hannover, ante la Vieja Guardia de Napoleón Zidane.

Por eso, me lo merezco. Por haber madrugado, gastado mi dinero, mi salud, mi tiempo, y mis alegrías y decepciones, con ellos. Porque nunca han caminado sólos, ni caminarán. Porque aunque ahora se apunten muchos que antes eran casi apátridas, siempre estaremos ahí. Y porque habéis de saber, pequeños ignorantes de mente volátil y tendencia al olvido, que esta Eurocopa no es sólo una victoria épica. Es algo mucho más grande. Es una victoria de la Historia, de los que estuvieron, de los que están, y de los que estarán. De los que no pudieron, de los que se quedaron por el camino, de los que perdieron y fallaron penaltys decisivos. Recordad, esta victoria es mucho más que un éxito.

Esa copa que alzó Casillas al cielo de Viena esconde, y guarda, muchas historias, muchas lágrimas, y muchos recuerdos. Muchas ilusiones despeñadas en muchas tandas de penaltys y muchos cuartos, y octavos, de finales perdidos en los vericuetos de la Historia. Mucha rabia contenida, mucho anhelo de hollar tierra que nos parecía vedada.

Como dijo un sabio anónimo: “Un solo gesto vale por todo. Ellos ahí abajo levantan sus manos y te dan las gracias por dejarte la pasta, la garganta, la ilusión y darles fuerzas. A mí, me dan la vida.”

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