jueves, 31 de enero de 2008

Un relato épico, II

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Se vio, por un instante, embarcado en una de las carracas de los marinos cántabros mientras rompían con sus quillas reforzadas con acero la cadena y el puente de barcas que unían las dos orillas del Guadalquivir a su paso por Triana.

Pensó, con una mueca sarcástica de amarga resignación, en los rufianes y bravos de la hoja que sostuvieron con su sangre y su sacrificio un imperio, en medio del fango, la lluvia y la mierda de Flandes, a cambio de la ingratitud y la burla de una patria sin memoria. En los osados que, movidos por la fe de los desahuciados, descubrieron un Nuevo Mundo, un paraíso de oro e inmortalidad para mayor gloria de Castilla y León. Pensó en Cortés y en Pizarro. En Valdivia, Balboa, Almagro, Sandoval, Alvarado u Orellana. En los arrogantes, soberbios, hidalgos e hideputas hambrientos de oro y fama que desafiaron imperios ancestrales, ganaron ciudades legendarias, cruzaron cordilleras gélidas e infinitas, se abrieron paso a través de espesas selvas infectas de mosquitos y bestias diabólicas, y pusieron cabo a ríos semejantes a océanos, conquistando un continente a base de huevos y con cuatro caballos mal pertrechados. Siempre con la palabra España escrita en las cicatrices que atestiguaban siglos de lucha, vigilia y resignación, o escupida en maldiciones bíblicas.


Siguió pensando el sargento Bonifaz en todo lo que a él le infundía aquel templo en el que se encontraba. Un santuario que, rió para sus adentros, encerraba todo lo que él fue, y era. Toda su Historia genética y colectiva estaba grabada a fuego en aquellas paredes que retumbaban bajo el estampido de los cañones de la artillería mahometana. En aquella Baler asediada se refugiaban los tercos retazos de su memoria, que ahora veía ante sí, proyectados en el horizonte vidriado del rosetón, agujereado, de la bombardeada fachada neogótica donde se perdía su mirada: el color de su piel, su sangre, su mismo nombre. Sus padres, el suelo en el que dormían el sueño de los justos. El pasado. Aquellos que ocupaban, dueños casuales, un metro cuadrado de tierra foránea y que aún asían con las manos óseas, polvo de efímera existencia, el rosario de la Virgen de su pueblo por la que murieron defendiendo la que, según el cura de sus parroquias, era la verdadera religión…


-Veo que le cuesta aceptarlo, paisa. No complique más las cosas- Dijo el moro, reprimiendo una sonrisa siniestra al mirar de reojo las desarrapadas huestes del sargento Bonifaz. –Resistir es una temeridad. Estáis rodeados, esto es un sitio sin importancia- el gesto despectivo con la mano, englobando todo el interior del templo, reforzaban las palabras del mahometano. –Cádiz está a punto de caer, Jerez ya está en nuestras manos…no hay esperanza.


La voz sibilante del moro lo devolvió a la realidad. Estaba allí, sucio y grasiento, frente al altar. Frente a él. Sosteniendo amenazador un espléndido AK-47 de la nueva generación. A su alrededor, los 15 hombres que componían la minúscula milicia sarracena se esparcían por entre los escombros de las tres naves del luminoso santuario, manteniendo bajo su control a los pocos civiles españoles que aguardaban temerosos y sentados la decisión de aquel obstinado paisano suyo. “Civiles”…sonrió al pensarlo. Ya hablaba como si de verdad él fuese algún tipo de superhéroe militar, cuando no era más que un desgraciado sin instrucción, con un poco de amor propio y principios que había decidido empuñar un fusil porque le daba vergüenza ver a un puñado de moros fanáticos quemando Constituciones y banderas de su país, profanando iglesias, silenciando asambleas libres, pegando a sus mujeres y humillando a sus compatriotas obligándoles a arrodillarse ante otro dios lejano e iracundo. Y más vergüenza todavía les daban los que asistían al espectáculo sin mover un puñetero dedo para evitarlo.
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martes, 29 de enero de 2008

Oda a Drenthe


¡Oh, tú, Royston Drenthe, olvidado en el limbo de los genios incomprendidos!


¡Oh, tú, Drenthe, hercúleo gladiador!


¡Oh, tú, azote de laterales mediocres!




La banda izquierda de Chamartín tiene un dueño,


que da nombre a una región de la lluviosa Holanda,


donde nació este crack de guante blanco y zurda apoteósica.




Su nombre será recordado, y sus gestas, inscritas en la memoria del madridismo.


Levantará de orgullo a la afición de sus butacas, y los rivales sólo lo verán un segundo,


antes de desaparecer como un rayo en una filigrana atroz.




¡Oh, tú, Royston, el estadio te aclama!


¡Oh, tú, Drenthe, el mediocre te envidia y el genio te reclama!


¡Oh, tú, Royston Drenthe, vencerás!




Su figura de acero es negra como el carbón,


en la lejanía parece un ángel oscuro y temible,


con la pelota en los pies no hay Torres que resistan sus diabluras.




Su alma es brasileña, y su espíritu festivo. Su zurda es para ellos el látigo de castigo.


Está hecho de la madera de los genios, indómitos duendes libres de ataduras y rigores tácticos.


Eso para los simples de mente y cortos de talento.




¡Oh tú, Drenthe, descarga sobre tus rivales tu cipote de ébano destructor!


¡Oh tú, Royston, que la espada de la justicia caiga sobre los que se mofan de tí!


¡Oh, tú, Royston Drenthe, que los dioses del fútbol te hagan un hueco en su Olimpo madridista!

Un relato épico, I


-Hemos esperado demasiado…demasiados siglos. Demasiada mierda. Ahora ha llegado nuestro momento…


El Sargento Bonifaz oía las palabras del oficial sarraceno como el que escuchaba llover. El parloteo sibilante del moro sonaba como un rumor lejano, insistente, en su cabeza. Como una letanía incomprensible e insignificante.


Su mente estaba en otra parte. Aquellas palabras amenazadoras, pronunciadas ante él por aquel rifeño bajito y de mirada insolente, habían empujado a su mente a vagar por un limbo perdido donde habitaban recuerdos, sensaciones, imágenes que le pertenecían, aún ajenas. De pronto se vio a sí mismo en la plaza del Triunfo en Sevilla, contemplando absorto la magna catedral y atendiendo a los salmos que se escurrían por las junturas de sus piedras viejas de siglos.
Se vio a sí mismo caminando por las cálidas dunas de las eternas playas de Cádiz, sintiendo en su piel el grato abrazo del sol invernal, a las 3 de la tarde. También vio, cual si tuviera delante, la dorada y salada línea raya del horizonte mediterráneo que lamía la costa desde Algeciras a Reus, en un abrazo eterno, inmortal.
Al tiempo que andaba bajo el calabobos constante de la brumosa tarde otoñal delante del Pórtico de la Gloria de Compostela, recordaba los viejos símbolos que un día significaron algo.

Las antiguas banderas, los ancestrales linajes, los inmortales cánticos de batalla, las gloriosas derrotas. La sangre reseca en las garras del viejo y cansado león hispano. Rememoró viejas historias dormidas en el papel quejumbroso de legajos que a nadie importaban ya. Leyendas enterradas en las dunas volátiles de un tiempo irrespetuoso con los héroes. Naranjos olorosos en el Patio de Banderas, leones coronados en azulejos ajados por el polvo y la lluvia en alcázares que se alzan como bastiones de la memoria, y el orgullo, perdidos.


Polvo de veredas inmemoriales, bosques de druidas atemporales, celtas emboscados en atalayas de la Historia, brillo apagado de broncíneos yelmos de Tartessos. Eco apagado y remoto del paso marcial de legiones imperiales, llegadas de urbes florecientes e inmortales.

Allí, de pie ante el moro arrogante, con la superioridad física que le daban los tres escalones del altar que había defendido a sangre y fuego durante una hora con la ayuda de su fusil, sus 13 camaradas y sus cojones –ayudado, eso sí, por la siempre útil ametralladora colocada tras el coro-, el sargento Bonifaz miró atrás de soslayo y observó la figura morena de la Virgen, madre natural, y pensó en todos los que habían muerto por ella. En cuántas guerras se habían librado, cuántas batallas se habían ganado y cuántas perdido en aquel solar pedregoso y bravío situado entre dos mares y dos continentes, y que algunos obstinados como él –rancios sin duda, fachas, le hubieran llamado en otro tiempo no muy lejano, cuando la amenaza aún era invisible para los imbéciles- seguían llamando España.


La suave brisa marina que se colaba por el pórtico abierto en el lateral del santuario, y que le permitía ver el océano lamiendo el muro anexo de la banda de la playa, le llevó de nuevo a perderse por el laberinto inextricable de la Historia soñada. Por los reinos fluviales del mítico Argantonio. Por la Itálica de los legionarios victoriosos de Escipión. Por el busto del emperador Trajano sobre el Palatino, en Roma. Los ejércitos de Fernando III el Santo a las puertas de Sevilla tras dejar ondeando a sus espaldas la cruz de Santiago en la Córdoba andalusí.
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lunes, 28 de enero de 2008

Carnavalia


Don Carnal ha vuelto a vencer a Doña Cuaresma, un año más, antes de caer derrotado, ebrio de vino, alegría y carne. Ha arrastrado, como siempre, en su vértigo festivo, a miles de mortales que, embriagados con el lascivo aroma de la primavera naciente, se han dado al ruido y al jolgorio con desenfreno.

Luego, como un pelele vencido por la fatiga del baile y la danza sin fin, Don Carnal se ha postrado inerme ante la enlutada presencia cuaresmal. No ha sido su católica señoría quien lo ha vencido. No. Fue el viento, la música y la algarada. El vino y la carne.


Existe un lugar, al sur del sur, donde cada año, puntual, Dionisio vuelve a apostarse en las esquinas, con la copa de fino en la mano y la máscara tapándole el rostro, para deleitarse con las coplas y popurríes que donosas comparsas e ingeniosas chirigotas inventan en las plazas, encima de los tablados, o en las peñas y bares. Congregado junto a su pueblo, se emociona cuando un coro o una comparsa le toca la fibra, y se ríe a mandíbula batiente con los más brillantes chascarrillos de cualquier osada chirigota. Dionisio asiente, con irónica sonrisa, cuando satirizan a los que mandan.


Porque sabe que esta es la fiesta del pueblo, donde éste se pronuncia, y dicta sentencia. Él deja hacer, regocijado en su olímpica y grandiosa divinidad, observando desde su trono celestial, divertido y picarón.


Otras veces se disimula y baja a la arena terrenal, bajo cualquier disfraz, entre la marabunta de personas que, entregadas a los efluvios carnavalescos, baten cajas y bombos con furia desmedida, con alborozo renovado. Convulsiona su cuerpo al rítmico son de los instrumentos, ajeno a todo, locuaz y gallardo con todo aquel con el que se cruza.


Porque en carnaval la gente se abraza, habla, baila alegremente, unos con otros, aun siendo desconocidos. Es la magia dionisíaca del tiempo de la risa, y de la sonrisa. La esencia de un pueblo que se entrega a la antigua Saturnalia y la convierte en su razón de existencia.


Después, luego de haber recibido el pertinente e inevitable acuse de recibo del vino en su zarandeado cuerpo, se dipone animoso a contemplar y participar en la fabulosa cabalgata de luces, sonidos, colores, imágenes, disfraces, máscaras, carrozas e ingenio que cierra este lapso de tiempo maravilloso en aquel lugar, al sur del sur.


Dionisio, Don Carnal, o como prefieran, mira con malicia de pícaro los rostros graves y serios de los hombres de Dios que, desde sus atalayas sagradas, desaprueban desdeñosamente tanta algarada, tanto ruido y tanta alegría popular. Esperan ansiosos la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, el preludio de la Semana Santa. El tiempo y la hora de hacer purgar a los hombres tanto exceso blasfemo.


Déle Dios la penitencia a quien la quiera.


Pero no saben que en carnaval todo el mundo se abraza, ríe y baila junto al prójimo, compartiendo su alegría. No hay un porqué para esto. Ninguna razón lógica. Pero es así.O quizás sí la haya. ¿No es suficiente motivo el estar vivo, el poder celebrar un año más el auge y dominio de Don Carnal?