jueves, 25 de septiembre de 2008

Las reglas del juego

Es espantosamente real. Una de las pocas, quizá la única, certeza irrebatible que tenemos las personas en este mundo. Y asusta darse cuenta de lo frágil que somos cuando, en un momento, en un instante, en un segundo, pasas de estar a no estar. Tan fácil como eso. Y ya está.

Uno está vivo hasta que deja de estarlo. Parece una obviedad, pero de un tiempo a esta parte parece que el ser humano ha ido olvidando esta máxima que la vida, de golpe y en el momento menos esperado, se encarga de recordarnos, invariablemente. Con una brutalidad que espanta. No es el destino, ni la fortuna, ni la providencia. Es la vida, sencillamente. Las reglas tácitas de esta partida de ajedrez que jugamos los hombres. Están y estuvieron siempre ahí pero las hemos olvidado. Y cuando nos toca, descubrimos de pronto que fuimos ingenuos y estúpidos al creernos inmortales y pensar que esas reglas ya estaban desfasadas.

El hombre moderno ha alcanzado tal grado de progreso y desarrollo científico y técnico que nos hemos refugiado tras nuestros maravillosos inventos tecnológicos creando una burbuja artificial que el día menos indicado nos explota en las manos y nos deja, literalmente, con el culo al aire y una cara de gilipollas antológica.

Hemos explorado hasta el infinito los límites de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Hemos superado los topes de un físico limitado con un intelecto privilegiado. Hemos sometido a la naturaleza a nuestro control y dominio. Hemos domesticado a animales. Hemos poseído los mares. Hemos construido naves capaces de surcar los cielos. Hemos creado ciudades gigantescas. Hemos modificado la tierra y su orografía a nuestro antojo. Hemos inventado bombas capaces de destruir nuestro mundo. Hemos llegado a la Luna y conquistado el espacio. Por eso, y por muchas cosas más, nos hemos distanciado demasiado de nuestro instinto primitivo, de la madre naturaleza, de las cosas que nuestro originario carácter animal nos hicieron sobrevivir en un primigenio mundo hostil rodeados de fieras terroríficas. Somos invencibles, intocables. O eso creíamos. Y de vez en cuando, la vida nos devuelve a la cruda realidad. Y nos recuerda que la Muerte está ahí, siempre. Acechando.

Caminamos sobre un alambre tan fino que nos hemos olvidado de que existe. Pero existe. Cuando vemos las desgracias naturales que asolan países lejanos en forma de tornados, tsunamis, huracanes o terremotos, creemos que jamás nos tocará la china del destino. Cuando vemos en televisión imágenes de accidentes de tráfico, tragedias aéreas, naufragios, pensamos que es imposible que eso nos pase a nosotros, que vivimos rodeados de confortables comodidaes, lujos electrónicos, coches modernos, casas sólidas y en ciudades colosales. Y claro, esa burbuja de autoengaño en la que nos hemos recluido tiene sus parches, por donde se cuela la vida, por donde se cuelan sus reglas. Estamos aquí ahora, pero podemos dejar de estar en cualquier momento.

Una decisión equivocada; elegir el camino incorrecto; entretenerse un segundo en arrancar el coche; perder un avión; cruzar antes de tiempo una calle; viajar en el tren equivocado...¿quién puede saber cuál es la línea que separa la vida de la muerte? ¿quién puede adivinar cuándo y dónde está su carta marcada por las Parcas?

Es terrible, pero es lo que hay, simplemente. Somos muy frágiles, nuestra vida no vale nada. Nacen y mueren millones de seres, de organismos, de ideas, de historias, de vidas, cada segundo en este mundo. Es así. No ocurre nada extraordinario en el Universo cuando una vida se apaga. No hay ningún ente superior que guarde y vele por nosotros. Estamos aquí, porque somos seres animados, llenos de una vida, de un hálito, que un día, a una hora, se apaga. ¿Estaba escrito así? No lo sé, pero no lo creo. Simplemente, ocurre, son las leyes de este juego. Y cuando el ser humano es consciente de su insignificancia, de su fragilidad, de su soledad en este tablero vital, es cuando aprende. Aprende a disfrutar cada segundo y a saborear cada momento, porque, ¿quién sabe? quizá sea el último. Y aprende a palpar su condición de mortal y de hormiga cósmica. Así se tantea mucho mejor cada paso que se da en el camino de la vida, sin duda. Sabiendo que hay un peldaño inestable que se puede pisa en el momento menos indicado.

El hombre antiguo era más consciente de estas certezas. El hombre antiguo no disfrutaba de la mitad de los avances e inventos de la tecnología moderna. Tenía que luchar contra el tiempo y sus inclemencias para sacar adelante las cosechas que asegurarían, o no, la supervivencia de los suyos y de su comunidad. Tenía que pelearle a la mar cada legua, a los vientos cada singladura, a las olas cada viraje, sabiendo que un golpe de mar mal dado lo llevaba a pique. Tenía que vivir sabiendo que era un mero juguete de la ley natural, que Dios no está en los cielos sino en los elementos, y tenía que convivir con la tyche, esa especie de suerte fatal que todo hombre tiene esperando al final de su camino y que es en ése preciso instante cuando le es revelada. El hombre antiguo, en definitiva, tenía plena conciencia de su insignificancia, de su fragilidad y de su papel en el juego. Y cuando venían mal dadas y la vida les traicionaba por la espalda, sin esperarlo, encajaban el golpe como hombres de verdad. Sin aspavientos, sin histerias, sin lamentos inútiles. ¿Para qué, si sabían que esto era lo que había? Nosotros, al llegar a un punto tal de evolución y progreso, hemos perdido la perspectiva y nos creemos dioses. Y así nos va. Luego pasa lo que pasa. Cuando sale nuestro número en la lotería del destino, no podemos creerlo. Nos llevamos las manos a la cabeza, incrédulos. ¿Por qué a mí? Es lógico, hemos crecido en la creencia de que viviremos siempre jóvenes, siempre fuertes, siempre triunfantes y siempre inmortales.

Por eso, cada vez que la noticia de una muerte cercana me impacta, recapacito y reflexiono. Yo mismo, muchas veces, debido a mi juventud y debido a mi condición de hombre del siglo XXI, desprecio el riesgo, olvido cómo son las cosas y cuáles son las leyes. Por las prisas, por la inconsciencia, por pereza...cuando presencio o llega a mis oídos un accidente de tráfico, por ejemplo, la certeza de la vida se me hace más cruda delante de mis ojos, y el cuerpo se me destempla. ¿Quién le podía decir a aquel hombre que saludaba alegremente a su familia al salir de su casa un momento por un mandado en la moto que cinco minutos después estaría muerto? El abismo está siempre a nuestro lado. Caminamos junto a él. Por eso admiro a la gente que muere de vieja. Son héroes. La vida nos pone multitud de obstáculos cada día, a cada momento, en cada esquina. Y ellos han sido capaces de superarla, de una u otra forma. Y me parece intuir en sus miradas brillantes y reposadas de ese conocimiento, esa sabiduría, esa certeza que, aunque ellos ignoren que la tienen y no sepan ponerle nombre, son portadores. La certeza de que hay que vivir aceptando las normas que la vida nos impone, por que no hay otra.

Me gustaría adquirir esa sabiduría. Sé que es muy complicado, porque mi mentalidad es, por mucho que yo no quiera, la del hombre moderno. Estoy haciendo grandes esfuerzos por acceder a esa certeza, a la asimilación de esa verdad, y creo que lo lograré. Espero que cuando me toque, si me toca, esté preparado. Mientras, disfrutemos. ¿qué mejor excusa para ponerse el mejor traje y descorchar el mejor vino que la vida que todavía estamos respirando?

martes, 9 de septiembre de 2008

La amenaza invisible

Estaba yo el otro día cargándome unos cubatas en la playa, frente a las casetas de la velada de mi pueblo, con la adorable brisa del mar convirtiéndose en jodida rasca pre-otoñal, cuando, mientras miraba a las estrellas, reflexionaba acerca de hechos curiosos e indicativos que sucedían a mi alrededor.

Yo, que no soy un amante apasionado de las ferias y jolgorios locales de este tipo pero que acudo a la de mi pueblo por obligación natural, supongo que en todas las festividades de esta clase que en España son, ocurrirá lo mismo: decenas de rumanos invadían el recinto ferial, pululando de aquí para allá, ofreciendo sin descanso tabaco, gafas de colores fluorescentes y de luces parpadeantes, flores de plástico y otras variadas baratijas. Decir que ofrecían sin descanso es ser quizá demasiado benévolo. En la mayoría de los caso, estos gitanos del este que hablan un dialecto del latín eslavizado, se interponían entre los corrillos de gente, casi exigiendo que les compraran sus mierdas, de un lado a otro, una y otra vez, a veces con unos modos totalmente acordes a sus bárbaras procedencias. Inaudito.

Yo, que soy una persona bastante desocupada y que posiblemente encuentre en ese hecho la causa de mi capacidad de abstracción fuera de la media, en seguida abstraí del hecho en sí (ridículo y cañí a más no poder, rumanos malolientes y maleducados vendiendo tabaco y gafitas de colorines a pueblerinos borrachos que los utilizan como motivos de mofa, vaya cuadro) unas cuantas de reflexiones que a continuación expongo aquí en el vacío de la blogosfera interespacial.

Pienso que ellos son la amenaza invisible que se cierne sobre España y, por ende, sobre Occidente. Ellos, sí. Los bárbaros del siglo XXI que acechan tras las fronteras del imperio civilizado, ansiosos de gozar el elevado nivel de vida de los occidentales, ávidos de la privilegiada condición social y económica que nos presta el capitalismo y el libre mercado, locos por matarse a trabajar para ganar mil euros al mes con los que comprarse la Play 3 y un BMW y beber hasta reventar todos los fines de semana. Es comprensible, quieren lo que nosotros tenemos, y como nosotros no lo exportamos a sus países, ellos lo vienen a buscar aquí, claro. Con el consiguiente mamoneo.

Son la amenaza invisible porque todos, moros, negros del África profunda, turcos, rumanos, indios, pakistaníes, chinos y sudamericanos vienen aquí a trabajar más que nosotros; a desarrollar las labores más ingratas que los occidentales despreciamos; procrean y tienen más hijos que nosotros, y, sobre todo, ellos aún creen en algo, vienen de sociedades fuertemente tradicionales donde aún perviven las reglas, las costumbres, los mitos, los dioses y las leyes morales. Y no entro a juzgar la bondad o maldad de dichas normas que rigen fuera del mundo civilizado, pero la evidencia es que mientras Occidente se revuelca indolentemente en los placeres fatuos y en la charca de la evolución tecnológica, social, política y económica, aburguesado, acomodado en los vicios, sin creer en nada, sin asumir riesgos ni responsabilidades, rechazando la moral judeocristiana que nos guió durante 2000 años, ahogando el vacío en cocaína, marihuana, consumismo compulsivo y alcohol, ellos, los emigrantes, vienen aquí sabiendo todo eso y sabiendo que algún día esto será suyo, o acabarán como nosotros: acomodados en la placidez de la nada.

Esto es así. Y también lo comprendo. Occidente ha sido el faro de la Humanidad desde que en Grecia se encendió la bombilla del Hombre, y desde entonces, la fuerza telúrica que nos ha mantenido en marcha, la fuerza que nos ha vertebrado y nos ha impulsado a conquistar el mundo y descubrir los límites de la razón y de lo desconocido, han sido las religiones: el politeísmo antiguo, el judaísmo y luego la Iglesia de Pedro. Esto es así. No entro a valorar si para bien o para mal, pero así han sido las cosas y las prohibiciones, el miedo al infierno, los dogmas de fe y la promesa del Reino de los Cielos nos hicieron lo que ahora somos. Y justo ahora que nos hemos despojado de los mitos y de la superstición, justo ahora que Dios ha dejado de ser el centro de la vida del Hombre, justo ahora que la Razón ilumina el camino y somos libres, libres para vivir y autorrealizarnos sin que nos puedan llamar ignorantes o analfabetos, justo ahora que, en definitiva, hemos apagado la luz del faro que nos ha guiado desde las Termópilas hasta Normandía, esto se va a pique. Y ahí están ellos, acechando.

Nuestras tasas de natalidad son paupérrimas. Somos líderes en consumo de drogas y en abuso del alcohol. Las Iglesias están vacías, pero no hay ningún credo o ninguna ideología que tome el testigo y nos haga creer a todos juntos en poder alcanzar alguna meta. Occidente no tiene motor, y la gente se evade, simplemente. El hedonismo sin más nos tienta y caemos en él. Cualquier cosa con tal de no afrontar un reto. Y ellos están ahí. Son los panchitos, los mohamed, los sudacas, los gitanos que venden tonterías en las ferias, los que cuidan a nuestros viejos y limpian nuestra mierda. Se reproducen más, producen más, gastan menos y tienen un objetivo. Y dado el actual estado de las cosas, sólo pueden ocurrir dos ídems: que la segunda o tercera generación de hijos de emigrantes, nacidos y criados en nuestro sistema, se dé a la evasión general que predomina en nuestra sociedad, lo cual parece bastante probable porque esos hijos, sin raíces en sus países de origen, sin tantos vínculos y criados igual que nuestros hijos, derivarán igual. O eso, o que se adueñen definitivamente de todo. Roma se sustentó exclusivamente en las legiones y en los esclavos, sin producir, mientras sus ciudadanos renunciaban a hacer lo que a sus abuelos les hizo grandes, por creerse superiores.

Estamos dejando que sean nuestros siervos. Y los siervos también se revelan. Sobre todo si seguimos tratandolos como tal, y, más aún, si seguimos con políticas buen rollistas, el talante y la alianza de civilizaciones. Políticas de mierda elaboradas por políticos de mierda. Cero autoridad, leyes más flexibles. Menos policías y soldados emigrantes. Je je, es de risa. ¿Alguien cree que un moro a sueldo del Reino de España luchará contra sus primos del Atlas de igual modo que un español que pelea por su supervivencia en una hipotética guerra en el Estrecho? En Italia ya los están largando. No es que estemos en peligro inminente, pero la amenaza es silenciosa y continua. La única manera de abortarla es integrarlos en nuestras sociedades bajo nuestras reglas y bajo nuestras normas, sin excepciones, sin debilidades, sin miramientos. Y establecer un cupo. Y el que no quepa, que se vaya. A otro sitio. O que no salga. Es triste y todo el mundo tiene un corazón. A nadie le agrada que seres humanos mueran ahogados en pateras mientras buscaban una vida mejor y más justa. Pero la vida ni es justa ni es benévola, es la que es, y punto. Y este no es el mundo de yupi. No ofrecemos ningún marco, ninguna autoridad, les dejamos abiertas en canal nuestras debilidades, les damos la llave de nuestra vulnerabilidad, y cuando nos queramos dar cuenta, seremos nosotros los que tengamos que saltar la valla y nuestros hijos los que tengan que reconquistar Occidente. ¿Puede llegar tal extremo? Es muy probable. Vivimos en la adolescencia perpetua, preocupándonos por putas banalidades, frívolos y consentidos.

Y mientras, los rumanos seguirán dando la murga en las ferias de los pueblos españoles, mientras los nativos se ponen hasta el culo de todo lo ponible. Je je, menos mal que siempre nos quedarán los clásicos.

El increíble deseo, de querer perdurar


Desde los albores de la Historia, cuando el hombre nómada empezó a ser consciente de su condición racional y empezó a plasmar sus inquietudes y sensaciones en las paredes de remotas cuevas con barro y arcilla, el ser humano se viene planteando, de forma continua y metafísica, cuestiones que se revuelven inquietas e inciertas en su mente.
Desde tiempo inmemorial, en cualquier época y situación, en todas las civilizaciones y en cada una de las culturas propias de la diversidad de razas y estirpes en que se divide el ser humano, preguntas sin respuesta acucian al hombre: ¿quiénes somos? ¿de donde venimos? ¿porqué estamos aquí? ¿hacia dónde vamos?

La certeza de una muerte inexorable e ineludible ha marcado al hombre siempre, y ha orientado sus pasos en la vida de forma que, en casi todas las culturas, la experiencia vital del hombre ha estado encaminada hacia una posterior vida eterna al lado de los dioses inmortales. De una forma u otra, con los preceptivos matices, ésta ha sido la idea general que ha guiado la existencia de la mayor parte de los hombres durante toda la Historia. Así pues, la muerte ha sido la referencia, el hecho natural en torno al cual el hombre lo ha vertebrado todo, en la tierra, con la esperanza de obtener la recompensa futura en los cielos.

Pero al mismo tiempo, y sobretodo cuando el hombre se encamina hacia la recta final de su vida, surge, indefectiblemente, la sensación, el deseo, el anhelo, de mirar hacia atrás y comprobar la huella que se deja en el mundo. Anida en el espíritu humano el sueño de perdurar en la memoria colectiva después de la muerte. Es algo consustancial e inherente a la condición humana. Desde la vejez, el hombre reflexiona sobre lo que deja, sobre su vida y su obra, sobre lo que hizo y pudo hacer. Alcanzar la posteridad, ser recordado de forma perenne en el imaginario colectivo de su país, o, ambición para los más osados, permanecer indeleblemente en el recuerdo, sobresalir en el caudaloso río de la Historia. Vencer a la muerte. Éste es el sueño de todo ser humano, desde la más humilde condición hasta los más altos y principales hombres de la sociedad.

Ante esta quimera, se planta, cual muralla inaccesible, la ignominia que conlleva pertenecer al común de los mortales. De los millones de habitantes del planeta tierra, sólo unos miles alcanzan una fama más o menos efímera. Y de éstos, tan sólo unos pocos alcanzan la categoría de grandes hombre, la fama universal e imperecedera. En la época actual es mucho más complicado si cabe alcanzar esa gloria eterna, ya que el tiempo de las grandes gestas, de las heroicidades épicas, de las batallas gloriosas y de las conquistas trascendentales ya pasó hace mucho. Durante el transcurso de la Historia, gentes de la más baja condición tuvieron la oportunidad de ganar guerras, liderar ejércitos, conquistar la gloria y la fama asaltando imperios a punta de lanza.
Ahora, el hombre moderno siente la resignación propia de los más humildes que durante todas las épcoas veían que, subyugados ante los privilegiados, la gloria jamás les pertenecería. Pero a diferencia de éstos, el final de la lucha entre clases como motor de la Historia les ha cerrado el paso hacia la fama imperecedera. La certeza de que, cuando la muerte nos alcanze, tan sólo seremos fríos números y nuestra memoria será olvidada en dos o tres generaciones, es inevitable. Nada de nuestra vida, nada de nuestras obras, buenas o malas, nada de lo que somos, hemos sido o seremos, será recordado cuando la última palada de tierra caiga sobre nuestra tumba. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

Por este motivo, emperadores, reyes, emires, califas, generales, gobernantes, cardenales, obispos, conquistadores, erigieron monumentos, estatuas y lápidas conmemoratorias de sus victorias y gestas. Pero sólo a unos pocos, hombres irrepetibles y grandiosos, en sus miserias y en sus gestas, les está otorgado el don de la perpetuidad. Hombres que forjaron algo más que imperios o reinos; sentaron las bases de unas culturas, de unos caracteres propios, expandieron unas formas de vida que han perdurado per secula seculorum en la organización y en los sustratos más básicos de las naciones modernas.

Por eso son y serán recordados siempre, y en los libros y en las leyendas que manan del imaginario y la memoria colectiva de la gente, perdurarán. Por los siglos de los siglos.
Pero el resto, los millones de personas anónimas, cifras y números en las estadísticas, mano de obras y carne de consumismo, tenemos el derecho de soñar. Soñar que, en algún lugar perdido del orbe, en algún confuso rincón de la memoria evolutiva de nuestra especie, en una apartada dimensión desconocida de la realidad, quizás en otra época, algo de lo que somos y hemos dejado como testimonio de nuestra presencia fugaz en esta tierra quede impreso, en el fabuloso libro de la vida.

Como escribió Horacio, non omnis moriar. Mi obra me sobrevivirá. No moriré del todo.

viernes, 15 de agosto de 2008

La agonía del héroe


La brisa que refrescaba la calurosa noche estival le alborotaba un tanto la pequeña melena, pero a él eso no le importaba. Es más, su aspecto físico, en aquellos momentos, era la menor de sus preocupaciones. Aquella suave y húmeda brisa que emanaba del Egeo le parecía una caricia que la diosa Atenea le dedicaba para consolarlo de alguna manera en aquel durísimo trance en el que se encontraba. No sólo el, sino el resto de sus conciudadanos atenienses. Pero él, el gran y ambicioso Temístocles, el hijo de Neocles, además de ateniense, era el comandante supremo de la confederación de ciudades de la Hélade. Y sobre sus hombros recaía la pesada carga del liderazgo de sus compatriotas en la lucha feroz, a vida o muerte, contra el invasor medo. Y eso le hacía aún más profunda la herida que la visión que en ese preciso instante contemplaba desde aquel apartado peñasco de la bahía nororiental de Salamina fuese más aguda, más sangrante, más insoportable.

Delante de él, en la otra orilla de aquel angosto paso de mar entre Salamina y el Ática, se abría una visión terrorífica. Con toda claridad y cercanía se podían apreciar incluso los detalles del humillante espectáculo: Atenas, la joven democracia ática, el faro de Grecia, estaba siendo devastada por las hordas del ejército persa. Los soldados del gigantesco y pavoroso ejército del Gran Rey se entregaban al saqueo y la destrucción con avidez y despecho. Rencoroso despecho. Los templos sagrados, la acrópolis, eran expoliados con saña, reducidos a polvo y llamas. Atenas, la gran ciudad que había derrotado gloriosamente al inconmensurable Imperio Persa años atrás en Maratón, estaba siendo borrada de la faz de la tierra, sin misericordia, sin perdón, por la iracunda mano de Jerjes II.

Una terrible angustia oprimía el pecho del gran Temístocles. Ira, vergüenza, cólera, humillación y tristeza se mezclaban en su alma. Aún en la oscuridad se podían vislumbrar, gracias a los tenues halos de luz procedentes de la acrópolis ateniense en llamas, a cientos de compatriotas que, como él, se asomaban entre las rocas de la costa de Salamina para asistir a la bochornosa destrucción de su patria. Y esto lo laceraba aún más, porque él, Temístocles, había obligado a sus conciudadanos a abandonar sus casas, sus campos, sus talleres y sus templos, para ponerlos a salvo en la isla vecina. Él, como autoridad máxima en la ciudad, había asumido en sus hombros la monumental responsabilidad de la salvación de su patria. Ahora, aquellos atenienses que al día siguiente lucharían por su supervivencia en las aguas que servían de espejo de la masacre adyacente, contemplaban cómo sus hogares, las tumbas de sus ancestros, los templos donde rezaban, los teatros en los que se divertían y emocionaban, en definitiva, el lugar donde habían nacido y muerto sus padres y ellos mismos, era asolado por la horda asiática que anhelaba la destrucción completa de la Hélade.

Temístocles pensó para sí que ahora todos eran conscientes de que, por primera vez en su Historia, la patria no era ni la tierra ni las rocas de Atenas, ni sus campos, ni sus puertos, ni sus calles ni sus ágoras. La patria, en aquellos cruciales momentos, residía en las personas, porque, literalmente, en ellos pervivía la llama de una ciudad que estaba siendo aniquilada. Y esto lo llenó de orgullo y de decisión: sus compatriotas, sus amigos, sus familiares, sabían que en el día que se acercaba lucharían a vida o muerte, a una sola carta. La supervivencia o la extinción. Pero, ¿qué sentían allí, aquella noche, aquellos hombres que no sabrían si verían el atardecer del día siguiente? ¿qué sentían al ver su hogar, el sitio donde habían pasado toda su vida, donde habían nacido, donde se habían criado, donde habían sufrido y gozado, donde se habían enamorado, donde habían perdido y donde habían ganado? ¿qué sentían al ver que la tierra donde sus padres dormían el sueño eterno estaba siendo anegada por el odio y la sangre de los monstruosos invasores? Temístocles lloraba, de pena, pero también en su estómago se abría el hormigueo habitual cuando uno se enfrenta de repente al vacío, sin red, y tiene que saltar sobre el abismo sin adivinar dónde está el otro lado.

¿Y si perdían? Temístocles, y con él Atenas entera, se lo habían jugado todo a la batalla naval con las fuerzas de Jerjes, infinitas en número pero que afrontarían la pelea en el estrecho brazo de mar que separaba Salamina del Ática, donde la inferioridad numérica de los griegos era suplida por su pericia y por el arrojo de unos hombres sabedores que luchaban por su vida. Era vencer o era morir. Y todo el peso recaía en él, en un solo hombre, en el más valiente, el más decidido y el más audaz de los atenienses. Pero incluso aquella noche, el hijo de Neocles dudaba, y sufría.

Aunque fuera difícil abstraerse del drama que se representaba ante sus ojos, Temístocles sabía que no sólo la supervivencia de Atenas danzaba sobre el filo de una espada. La imparable marea procedente de Asia que era el Imperio de Jerjes no pararía hasta subyugar a la Hélade entera, y si caía el Ática, con Atenas a la cabeza, el Peloponeso sucumbiría, tarde o temprano. A pesar de la irreductible Esparta y sus míticos guerreros invencibles. Y tras la Hélade, caería Occidente, eso lo tenía muy claro. Sus costumbres, su religión, sus dioses, sus tradiciones, su lengua, su sistema de leyes y vida, y en definitiva, todo lo que significaba ser griego, serían sepultados bajo el polvo del olvido y las cenizas de la derrota. ¿Cómo sería el mundo bajo un Imperio de los medos? ¿Qué sería de Italia, o de la lejana y exótica Iberia? ¿Qué sería de sus hijos? Combatían por la libertad y por lo que eran. Y todo esto angustiaba aún más a Temístocles, quien aquella infausta noche se había permitido a sí mismo abandonar por un momento la máscara de seguridad y osadía que mostraba ante su pueblo y ante los demás líderes helenos, y expresar, aunque fuese íntimamente, sus verdaderos sentimientos.

La espantosa visión de su ciudad en llamas lo hacía temblar de miedo, rencor e ira. Los gritos obscenos de los saqueadores iránicos retumbaban en las seculares piedras de la acrópolis, viejas de siglos. Podía ver, desde su anónima atalaya, los alaridos desesperados de los sacerdotes y guardianes de los tesoros de los templos, que habían preferido morir defendiendo a sus dioses que ponerse a salvo y abandonar sus santuarios. La brisa que lo refrescaba también le traía, como una música infernal, los estallidos de las estatuas de los dioses, de sus dioses, que rodaban, profanadas, por las calles de una Atenas entregada al salvaje pillaje de sus ocupadores persas.

Curiosamente, en esos momentos las retinas de Temístocles se inundaban de lágrimas en las que iban grabadas imágenes y momentos de su infancia: las esquinas en las que había jugado, luchado y gozado con sus amigos de siempre, ahora caían bajo la impune mano del invasor asiático, añorando aquellos ratos en los que los niños atenienses jugaban a su abrigo. Las escalinatas de los templos donde había robado besos y juramentos de amor eterno estaban ahora llenas de la sangre y el barro de los muertos. ¿Dónde estaban los dioses ahora? ¿Dónde estaba Atenea, la diosa madre, la fundadora? ¿Podía asistir impertérrita a la destrucción ignominiosa de su patria? ¿Podía asistir al sufrimiento de sus hijos sin conmocionarse lo más mínimo? El humo de las llamas ascendía hasta el firmamento lamiendo las estrellas tras las que parecían haberse escondido aquella jornada los terribles dioses de los griegos, quienes por vez primera sentían el miedo mortal de sus protegidos, y callaban.

Se oía alguna maldición entre los hombres que miraban todo aquello esparcidos entre los matojos. Pero eran lamentos aislados, fruto de la rabia incontenible. La mayoría lloraba quedamente, y la luz de la luna, fugazmente, alumbraba sus caras surcadas por lágrimas de profundo dolor. Sus mujeres y sus hijos estaban a salvo de momento, pero todo dependía de lo que sucediera mañana en aquella incierta cita sobre los trirremes. Temístocles los miró y, aguijonado por el dolor de sus compatriotas, decidió retirarse a su tienda antes de que sus ayudantes advirtieran su ausencia y se preocuparan. Mañana iba a ser un día sublime.

Se levantó y miró por última vez al frente. La Historia los contemplaría mañana. Y, aunque él sólo lo intuyera, los hijos de los hijos de los hijos de aquellos que mañana iban a luchar, recordarían el nombre del gran Temístocles, el hijo de Neocles, así como el de todos aquellos que lucharon y murieron por la libertad y por su identidad. Y no sólo serían recordados, sino que, aún más, serían admirados por todas las generaciones futuras hasta que la tierra sólo sea polvo en el inabarcable universo.

domingo, 10 de agosto de 2008

Yo mismo

No sé. Me encuentro vacío. Sé que los domingos no son un gran día para reflexionar, directamente los domingos son detestables. Pero, aparte del sopor, y la desgana propia de una buena resaca, hay algo más. Siento que me estoy perdiendo algo, como si yo mismo fuera el último de la fila. Me da la sensación de que la vida pasa y yo estoy ahí parado, en el andén, mirando cómo avanza el tren, sin pararse, sin darme la oportunidad de subirme. O quizá peor, quizá soy yo el que no quiere, o no sabe, subirse. De todo hay.

Cae plomo fundido fuera, y algunos problemas mundanos entretienen mi mente. Pero son cosas superficiales, lo verdaderamente importante lo tengo fjado en mi cabeza como si fuera una marca de fuego. Y realmente no sabría especificarlo, no sabría ponerle un nombre, "me pasa esto", no. Es un algo difuso, y confuso. Es un vacío existencial, es una certeza triste: si yo mañana desapareciera, el mundo seguiría igual. Nadie se enteraría, nadie me reclamaría, nadie lloraría ni nadie me echaría en falta. Pero, ¿por qué? Lo tengo todo para estar plenamente autorrealizado, pero me falta algo. Y desde hace tiempo sé que lo que me falta, ese algo, está dentro de mí pero en algún rincón ignoto de mi mente, de mi alma, al que no consigo acceder.

Esto se está pareciendo cada vez más a un psicoanálisis, y no soy yo un tipo propicio a la autocompasión y el lamento. Sé, que las cosas son como son y ya está. No hay un Dios, no hay fuerzas supraterrenales, no hay magia, no hay nada, simplemente estás tú y el mundo, y apañatelas. Eso lo tengo claro, por eso yo no achaco nada a la mala suerte, a los santos ni al empedrado, aunque a veces tenga la tentación de hacerlo porque el ser humano inventó todo esto para justificar lo que no conocía. Sé que si algo ha de cambiar, tendrá que salir dentro de mí. Y precisamente eso es lo que me asusta, porque me conozco bastante bien, y dudo de mí.

No se puede decir que sea un infeliz o un amargado. Nada más lejos de la realidad. Soy un tipo afortunado, tengo pocos pero buenos amigos, aquí y allí, cerca y lejos. Gente que, en realidad, yo no merezco, pero que las circunstancias han puesto ahí y yo me alegro soberanamente de que sea así. También tengo algunas cuitas sin importancia, porque son asuntos vanales que sólo en días como hoy, domingo de resaca, turban un tanto mi ánimo desgarbado y apático. Estoy contento de ser quien soy, pero vuelvo a lo mismo: me falta algo. Me siento solo muchas veces, aunque esté rodeado de mucha gente. Tengo miedo de que el tiempo pase y pase y un día la vida me encuentre solitario, acartonado y melancólico, lamentando tiempos pasado. ¿Estoy malgastando la vida?

¿Podré alcanzar lo que deseo? A veces me gustaría liberarme de mi piel y volar hacia un cielo donde sólo haya luz, mar y sabiduría. La lucidez trae consigo la amargura, bien que lo sé. Muchas veces pienso que soy demasiado lúcido, demasiado consciente, demasiado reflexivo, y por eso me asalta la soledad y la nostalgia con demasiada frecuencia. Puede ser. Me gustaría ser mediocre y no preocuparme nada más que de mí mismo, de mi barriga y de mi entrepierna. Ojalá. Pero no consigo ser así. Soy esclavo de mis genes, y de mi mente.

Posiblemente todo este tochazo sólo lo comprenda yo, y aún así tengo mis dudas. Posiblemente esto sólo sea producto de un domingo resacoso y triste, de la abulia veraniega y de la inactividad que me corroe. Quizá la rutina me vuelva a traer la paz, y el afecto perdido. Posiblemente yo esté así porque la quiero con toda mi alma y no sé cómo decírselo y sé demasiado bien que ella es una quimera imposible de alcanzar y eso me destroza, porque es perfecta, es mi sueño, es mi alter ego, mi hurí. Si yo fuera musulmán, en el paraíso sólo habría una hurí y sería ella. Sé que estoy haciendo el ridículo de forma catatónica, pero no puedo evitarlo. Esto es algo consustancial a mí. No puedo evitar evocar sus ojos grandes como soles y pensar que porqué no, sabiendo que es que no, como que el mundo es mundo. Las cosas son así, yo llegué tarde, la conocí demasiado tarde y no soy lo suficientemente atractivo en todos los niveles, y punto. No es ningún drama sino la puta realidad. Y aparte de ella, pues está todo lo demás.

Como si fuera la constatación de que todo lo que conozco, el mundo tal y como lo conocí y me lo enseñaron, se está yendo a pique lenta, muy lentamente, pero sin pausa e irremisiblemente. Como si fuera la constatación de que estoy rodeado de mediocridad, que esto es una ciénaga de incultura, ignorancia, simpleza, cursilería y desfachatez, donde hay pocos tulipanes que florezcan entre los cardos. Como si fuera la constatación de que soy el que soy y no tengo remedio, y que nací así y moriré así, y nací solo y moriré solo no porque la suerte sea muy perra sino porque mi carta genética así está diseñada. Como si fuera la constatación de que mi hurí es alguien infinitamente mejor que yo y que jamás lograré ser quien la desvele. Como si fuera la constatación de que, a pesar de todo, voy a seguir remando porque no me queda otra, voy a intentar vivir como un hombre coherente conmigo mismo, y que, cuando esté hasta los cojones, mis únicos consuelos será la pluma, el libro, la botella y, como los espías en tiempos de guerra con la cápsula de cianuro por si los capturaban, un cañón de escopeta lobera, negro como la noche, negro como boca de lobo.

No me echéis mucha cuenta.

jueves, 31 de julio de 2008

Argot, III



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-Pegarla mordida: Pegarle al balón defectuosamente.
-Mandar un balón a las nubes o al tercer anfiteatro: Chutar un penalty o cualquier otro tipo de tiro muy mal.
-Salir y besar el santo: Acabar de salir un jugador al partido desde el banquillo y marcar en el primer balón que toca.
-Mandar a un jugador a la caseta, a la calle o a la ducha: Expulsar un árbitro a un futbolista o cambiar un entrenador a un jugador.
-Luminoso: Marcador de un estadio.
-Electrónico: Marcador eléctrico de un estadio.
-Chupón: Jugador que abusa de la posesión de la pelota y que siempre quiere acabar él solo las jugadas.
-Chupar: Pedir y abusar de la posesión del balón sin pasar a ningún compañero y querer hacerlo todo sólo.
-Chupapostes o chupamates: Jugador que incordia mucho al portero debido a que se queda casi todo el tiempo cerca de la portería.
-Chupar banquillo: Tener siempre a un jugador en el banquillo y no darle minutos normalmente.
-Fútbol-Samba: Forma de jugar al fútbol donde prima la espectacularidad y la belleza, y las jugadas mágicas e imposibles, donde el espectador disfruta del espectáculo. Este tipo de fútbol se asocia a la selección brasileña.
-Fútbol-Champán: Forma de jugar al fútbol donde prima la elegancia, el toque, la clase, el juego rápido y la verticalidad. Esta forma de jugar la puso de moda y la sigue practicando el entrenador Arsene Wenger en el Arsenal inglés. Este equipo, más afrancesado que el resto de los británicos, practica este tipo de fútbol, que ya se ha extendido mucho por las islas británicas, donde equipos como el Manchester United o Chelsea, ya lo practican, abandonando así el típico fútbol inglés, del patadón arriba, aunque éste todavía sigue arraigado.
-Catenaccio: Forma de jugar al fútbol de manera rácana y poco bella o arriesgada, que consiste en marcar un gol rápido y después, cerrarse atrás con una férrea defensa, dejar a un sólo jugador arriba para que se las arregle como pueda, esperando el fallo del contrario.
-Cerocerismo: Partido aburrido y sin ocasiones en el que campea el empate a cero. También es una forma de jugar que busca ganar por la mínima o el empate.
-Campeón de Invierno: Título honorífico que se le da al equipo que al llegar al ecuador del campeonato de liga es el líder del mismo.
-“El Verde”: Nombre que se le da al césped del campo de juego, debido a su color verde.
-Pichichi: Máximo goleador de la liga o de cualquier torneo. Se le llama así en recuerdo de un gran delantero español de los años 20 apodado Pichichi. En Italia, el máximo goleador es llamado Capocannonieri.
-Zamora: Portero menos goleado de la liga. Se le llama así en recuerdo de uno de los mejores porteros de la historia del fútbol, Ricardo Zamora.
-Hooligans: Aficionados ingleses que se distinguen por sus actos violentos cuando viajan fuera de Inglaterra a animar a su selección o a su club.
-Tiffossi: Seguidor italiano de fútbol.
-Fútbol Total: Sistema ultraofensivo de juego inventado por el seleccionador holandés Rinus Michel, y aplicado por la mítica selección holandesa, llamada la “Naranja Mecánica” por su gran juego, liderada por Johan Cruyff, y que llegó a dos finales del Campeonato del Mundo de Selecciones Nacionales de forma consecutiva. Este sistema, considerado el precursor del fútbol moderno, se caracterizaba por su juego netamente ofensivo, rápido, vertical, espectacular y brillante, en el que cada jugador defendía y atacaba a la vez.
-Poner el autobús: Defender un equipo a ultranza, buscando descaradamente el empate o recibir el mínimo de goles posible.
-Corazón del área: Centro del área, lugar donde se sitúa el punto de penalti y zona de máximo riesgo a la hora de defender.
-Colgar balones a la olla: Expresión que se utiliza para designar el ataque desesperado del equipo que va perdiendo, y que en los minutos finales manda a todos los jugadores al área y manda balones aéreos a esa zona para buscar el gol.
-La madera: Nombre común para designar cualquiera de los tres postes de una portería.
-La cepa del poste: Parte inferior de los dos palos verticales de la meta.
-La cruceta: Ángulo que forma la unión del poste vertical con el travesaño horizontal de la portería.
-Escuadra: Zona de la portería que se encuentra en los ángulos superiores de la meta.
-Guerra psicológica: Actitud provocativa del portero en los momentos previos al lanzamiento de un penalti con el fin de infundir nervios y descentrar al lanzador contrario.
-Quitar las telarañas a la escuadra: Expresión utilizada para denominar a aquellos goles que se producen cuando el balón traspasa de forma limpia y contundente la escuadra de la portería sin que el meta pueda hacer nada.



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jueves, 24 de julio de 2008

Argot, II

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-Oxigenar el juego: Abrir el balón desde el centro del campo o desde una banda a la banda contraria cuando el jugador que tiene la posesión de la bola está rodeado de rivales.
-Trallazo, obús, chupinazo: Lanzamiento muy fuerte a portería.
-Centro-chut: Centro al área que se desvía o coge otra trayectoria y se va hacia adentro de la portería.
-Tijereta o remate de tijeras: Remate acrobático, parecido a la chilena, pero que se ejecuta de lado y haciendo un movimiento de piernas parecido al movimiento de las tijeras.
-Golpe franco o libre directo: Lanzamiento de falta que se ejecuta directamente hacia la portería.
-Tarjetero: Árbitro que enseña muchas tarjetas.
-Trencilla, Juez de la contienda, colegiado: Árbitro.
-Juez de línea, linier, línea o asistente: Ayudante del árbitro que se sitúa en la banda y asiste al colegiado en las jugadas que éste no ve, en los fueras de juego y en los penaltis dudosos. Hay dos, uno por cada banda del terreno de juego.
-Cuarto árbitro: Colegiado suplente que compone el equipo arbitral y que se encarga de vigilar el comportamiento de los banquillos, de anunciar los cambios y el tiempo añadido y de suplir al árbitro en caso de lesión.
-Equipo arbitral: Conjunto de personas encargadas de dirigir el encuentro, compuesto por el árbitro principal, los jueces de línea y el cuarto árbitro.
-Delegado de campo: Persona perteneciente al equipo local encargada de mantener el orden en los aledaños del terreno de juego, de vigilar que todo funcione con normalidad y la persona a la que acude el colegiado en caso de detectar algún problema extradeportivo en el estadio que perturbe el desarrollo del partido.
-Acta arbitral: Texto que en el que el árbitro recoge las incidencias que se han producido durante el partido y que es enviado ipso facto a la federación correspondiente.
-Recogepelotas: Personas, en su mayoría chavales, encargadas de recoger los balones que durante el partido salen fuera del campo de juego y suministrarles a los jugadores los balones necesarios para la continuidad del partido. -Falta táctica: Falta que comete un jugador a otro jugador cuando el equipo contrario inicia un ataque o jugada peligrosa, y no hay más remedio que hacer falta para cortar el juego.
-Offside: Voz inglesa que significa fuera de juego.
-Orsay: Castellanización de la voz inglesa " Offside ", y que es sinónimo de fuera de juego.
-Fuera de juego: Situación antirreglamentaria que se produce al adelantarse la defensa en el momento en el que el pasador ejecuta el pase hacia un compañero que en ese instante no tiene a ningún contrario entre él y el portero rival.
-Pasador: Jugador que pasa el balón, especialmente el que es experto en esta lid.
-Contra, Contragolpe o Contraataque: Jugada peligrosa contra otro equipo que se inicia rápidamente después de haber cortado el ataque del contrario y que generalmente se realiza muy rápido, con pocos efectivos y con pases precisos.
-Triangulación: Cuando tres jugadores de un equipo realizan tres pases seguidos formando un triángulo perfecto, con un contrario o más dentro del triángulo.
-Cuero, esférico, bola: Balón, pelota.
-Pase de la muerte: Pase decisivo que deja a un jugador en franca disponibilidad para marcar. -Desmarque: Cuando un jugador se deshace de su marcador y un compañero le ve y le pasa.
-Paradinha o Paradiña: Pequeña parada que hace el lanzador de un penalty en su carrera hacia el balón y que despista o descoloca al portero, con lo que marca con mayor facilidad.
-Gol fantasma: Balón que tras ser disparado por un jugador y es despejado en la misma línea de gol o incluso dentro. Causan polémica y casi siempre el árbitro no da el gol como válido.
-Gol Average: Número de goles marcados y encajados por un equipo respecto a otro y que puede ser decisivo en un final apretado de liga o liguilla.
-Palomita: Parada espectacular de un portero, a veces adornándose en exceso.
-Zamorana: Parada especial de un portero, de extrema dificultad, y que fue inventada por el gran arquero español Ricardo Zamora, de ahí su nombre.
-Salir un balón escopeteado: Salir un balón disparado tras ser golpeado por un jugador.


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lunes, 21 de julio de 2008

Argot, I


Tras años de lector iluso de periódicos y textos deportivos, de oyente incansable de programas nocturos y fanático de las narraciones radiofónicas de los partidos y, en definitiva, tras años como toxicómano del fútbol, he aquí una recopilación de términos y expresiones futbolísticas, algunas muy comunes, otras más extrañas y sorprendentes, que he ido acuñando a lo largo del tiempo:



-Jugada: Combinación de un equipo.
-Testarazo: Remate de cabeza, o con la testa, que es sinónimo.
-Chilena: Remate de cierta dificultad que consiste en saltar y rematar con los pies un balón aéreo, con la espalda paralela al suelo e imprimiéndole al balón una trayectoria por encima de la cabeza del jugador. Esta jugada la inventó un jugador de la selección chilena de fútbol.
-Huguinas: Tipos de chilenas de ejecución perfecta, y que puso en práctica el jugador mexicano Hugo Sánchez.
-Cola de Vaca: Tipo de regate en el que el jugador que lleva el balón le da la espalda al contrario, e inesperadamente se revuelve, y con el interior del pie, le pasa el balón entre las piernas al contrario.
Un jugador que puso de moda las " Colas de Vacas ", fue el brasileño Romario.
-Sombrero: Jugada que consiste en elevarle el balón al contrario por encima de su cabeza y recogerlo después sin perder la posesión del mismo.
-Vaselina o Globo: Gol que se realiza elevándole el balón al portero por encima de su cabeza.
-Gol Olímpico: Gol que se realiza ejecutando un córner directo, sin que la toque nadie más.
-Gol de Amarilo: Gol que se realiza desde una banda cuando el jugador se dispone a centrar al área, y sorprende al portero con un chut que va directo a puerta, cogiendo a contrapié al portero. Este tipo de goles los puso de moda el jugador brasileño Amarilo, al marcar uno así en el Mundial de Suecia 58'.
-Penalty a lo Panenka: Penalty que se ejecuta picándole el balón al portero suavemente hacia una escuadra y lanzarse el jugador que lo tira hacia la línea para llegar antes que el balón, o bien lanzándolo rápidamente para que al portero no le de tiempo a reaccionar. Lo puso de moda el gran jugador checo Panenka, de ahí su nombre.
-Portero, Cancerbero, Guardavallas, Arquero, Meta, Guardameta: Nombres por el que se conoce al jugador que defiende la portería y que puede usar las manos.
-Bajarla al piso: Bajar el balón al césped cuando está en el aire.
-Centrar: Lanzar un jugador desde una banda el balón al área para que lo rematen a portería.
-Peinar: Rozar levemente el balón con el objetivo de desviar el balón para marcar gol o para pasar a un compañero.
-Rematar a puerta: Tirar a la portería con el objetivo de marcar gol.
-Matador, Cazagoles, Killer, Ariete: Jugador que actúa como delantero y que es especialista en marcar, y mete muchos goles.
-Delantero: Jugador que actúa como hombre más adelantado en un equipo y es el encargado de marcar los goles.
-Líbero, último hombre u hombre libre: Jugador que actúa como defensa más atrasado, el último futbolista de campo antes del portero, y que normalmente tiene la responsabilidad de liderar la zaga y evitar en última instancia el gol rival.
-Futbolista o jugador de campo: Jugador que forma parte de los diez jugadores que no pueden usar las manos en el juego, que forma parte de la defensa, medios o delantera.
-Defensa, zaguero: Futbolista que juega en la línea más atrasada del equipo y cuya misión es evitar el gol rival.
-Centrocampista o mediocampista: Jugador que actúa en la línea del centro del campo.
-Delantera: Línea más ofensiva de un equipo.
-Zaga, defensa o retaguardia: Línea más defensiva de un equipo.
-Línea medular: Centro del campo de un equipo.
-Once titular: Equipo, compuesto por diez más el portero, que salta al terreno de juego a disputar un partido.
-Partido, choque, contienda, encuentro: Enfrentamiento entre dos equipos de once jugadores cada uno, que dura 90 minutos, divididos en dos partes de 45 minutos, con un descanso de 15 minutos.
-Centrocampismo: Término que alude al partido en el que el juego de ambos equipos se centra casi en exclusiva en el centro del campo, con ausencia de ocasiones de gol.
-Goleada: Victoria de un equipo sobre otro con un marcador abultado.
-Manita: Nombre que designa a una victoria de un equipo sobre otro por el resultado de 5-0.
-Tirarse a la piscina: Simular un penalty o falta.
-Piscinazo: Acción de tirarse a la piscina.
-Hacer teatro: Ser muy buen "actor" y simular siempre faltas, etc...
-Teatrero: Jugador que hace mucho teatro.
-Hat-Trick: Cuando un jugador marca tres goles en un mismo partido. Tradicionalmente se lleva el balón con el que los ha marcado de recuerdo.
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jueves, 10 de julio de 2008

Un relato onírico


La luz que la luna filtraba por las rendijas de la persiana, que no estaba bajada del todo, lo despertó. Se levantó dolorido, se frotó los ojos con desgana, y miró en derredor. Al principio no vio nada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Fue hasta la silla que había cerca de la maltrecha cama, único mobiliario de la herrumbrosa habitación, y se vistió lenta y pesadamente con la ropa que colgaba de ella.

Luego, paseó por la habitación, aturdido aún por el sueño que antes había dormitado, y fue hasta el cuarto de baño. Allí se lavó la cara con agua helada, se secó y se miró el rostro, y le pareció que había envejecido cien años, con la barba de varios días que le daba un aspecto de dejadez que le pareció casi lastimero. Fue de nuevo hasta su habitación, levantó un poco la persiana y contempló absorto el paisaje de azoteas mohosas, tejados llenos de verdín y, cerca, el viejo campanario de la parroquia barroca que, impávido, dominaba los cielos de aquella noche invernal extrañamente luminosa.Se apartó de la ventana y buscó en la cómoda su foto, aquella en la que aparecía junto a ella y los más cercanos, su círculo, sonrientes todos, una tarde soleada de verano en una playa repleta de veraneantes. Ella aparecía radiante, y en su actual estado de aturdimiento mental, no pudo hilar dos adjetivos que reflejaran la monumentalidad que ofrecía en aquella instantánea olvidada hasta por el propio Tiempo.
Aquella foto, y todo lo que en ella se representaba, le parecían tan lejanos, que casi no hubiera podido ubicarla en el tiempo. Sólo sabía que habían sido tiempos felices.

Ahora, nada de aquella fascinante realidad existía. No podría precisar qué causó la hecatombe, qué ocurrió para que todo su mundo se fuese al infierno. Sólo recordaba que su propia y estúpida integridad, sus miedos y sus perdiciones acabaron con todo. Ella se hartó, y casi sin quererlo, no tuvo más remedio que irse, y él, con sus recuerdos, su remordimiento y sus fantasmas, se fue hundiendo poco a poco en un abismo que, aquella noche, iba a conocer su fin. Metió la foto en el bolsillo trasero de su pantalón, atacado por la nostalgia. Hacía mucho que ya no lloraba.

Buscó a tientas -le habían cortado la luz hacía dos semanas por impago- la botella de ginebra que según sus cálculos debía estar en el mueble bar, que ahora, vacío, le mostraba las telarañas que evidenciaban la lejanía de tiempos sin duda mejores. No estaba allí, y siguió buscando, impasible, hasta que cayó en la cuenta de que la había dejado no hacía mucho en la desolada despensa. La agarró, se puso la única cazadora decente que todavía poseía, y se marchó, silencioso, del triste ático que habitaba en un céntrico edificio del casco antiguo de aquella ciudad costera. Bajó sigilosamente las escaleras -nunca le gustaron los ascensores, ataúdes de acero pendientes, literalmente de un hilo- y salió a la calle. Una bofetada de aire frío y cortante le pegó en pleno rostro, y un escalofrío le recorrió el espinazo. Anduvo unas cuantas calles, solitarias dadas las horas intempestivas, y llegó al pie de un monumento que coronaba la calle principal de aquella villa. Echó un vistazo de arriba abajo al oxidado monumento -una gran cruz de hierro, semejante a un aspa- y miró el mar, que se abría ante aquel balcón, tranquilo con su cadencioso oleaje.

Se sentó en el poyete, al pie de la gran cruz, sacó la botella de ginebra de su cazadora, y comenzó a beber a grandes sorbos. El primero le abrasó la garganta, al tiempo que una ráfaga de viento glacial le traía las campanadas de la cercana torre barroca que anunciaban la una de la mañana, o las dos. A cada trago que se lanzaba al coleto, pensaba. En lo que había sido su vida, exitosa y vacía hasta su colapso personal, desgraciada y solitaria después de aquello. Pensaba en los sueños que una vez albergó.

Viajar, viajar mucho, por todo el mundo. Salir y conocer, experimentar y vivir cosas que no le ofrecía aquel pueblucho. Eso soñaba. Soñó algún día, cuando todavía tenía ganas de soñar. Y de vivir. También quiso formar una familia, tener hijos. Lo consiguió, pero sólo artificialmente. Todo se vino abajo y su existencia se fue al garete. Y sus sueños comenzaron a diluirse en alcohol, como también su trabajo, y sus ahorros. Ahora nadie le quería, y los pocos amigos que le quedaban le mantenían a duras penas, entre todos, pagándole el ático que ocupaba. Eso era lo único que le quedaba, sus amigos, pero ya había decidido terminar con todo aquello.

Horas después, cuando la botella de ginebra ya sólo era una botella vacía, creyó escuchar cuatro campanadas en el reloj de la parroquia, o cinco. Sentado como estaba, intentando mantener la verticalidad y con la vista borrosa, sacó un enorme puñal del bolsillo interior de la cazadora. Aquel puñal lo había comprado una vez, hacía mucho tiempo, en Marruecos, y no lo había usado nunca. Hasta hoy. Lo sostuvo en alto, lo observó, cerró los ojos, inclinó la cabeza al cielo y, mordiéndose los labios hasta sangrar, se lo hincó en el vientre.

En aquel preciso instante se despertó, sudoroso y sobresaltado. Respiraba trabajosamente, excitado como estaba ante aquella terrorífica pesadilla que había tenido. Se levantó y bebió un trago de agua de la botella que tenía en la cómoda. Ya estaba amaneciendo, entraba la luz del sol incipiente por las rendijas de la persiana. Se sobresaltó al ver la foto de la playa, la misma que había visto en sueños. De pronto oyó campanadas de la torre de la parroquia cercana. No estaban tocando las horas, era otra cosa. Le sonaba el tañido, aunque no recordaba de qué. De pronto entendió. Miró de reojo la foto que reposaba en la cómoda. Las campanas tocaban a duelo.

miércoles, 2 de julio de 2008

Me lo merezco


Me lo merezco. Sí. Como diría el otrora gran puntal de la Quinta del Buitre, genial extremo, Míchel, ahora reconvertido en desgraciador de canteras poderosas, en cualquier caso mito en el santoral madridista, me lo merezco. Me merezco este triunfo de la Nacional, de España. Y no es por ser más egoísta que nadie, porque no soy yo el único incondicional de la Selección que ha vivido, y sufrido, y llorado, y renegado, desde que tengo uso de razón. Pero a sotavento de la fiebre roja y patriótica que ha recorrido el país en esta Eurocopa con la victoria de España (dan ganas de cantar "Sólo sois del equipo cuando sale campeón, campeón, campeóooooooooon", pero tampoco es plan, al fin y al cabo, a la gente le gusta ganar, y no le gusta perder, esto es humano, y ver tantas banderas rojigualdas por la calle es motivo de placer y orgullo para mí) creo que es preceptivo, por lo menos para mí, decirlo, alto y claro, tan alto y tan claro como me permite este altavoz cibernético que Tito Blogger pone a mi disposición (perdonen que me ría de lo de "ALTAvoz"): Sí, me lo merezco.

Uno de los primeros recuerdos futbolísticos que asaltan las retinas de mi memoria, por no decir uno de mis primeros recuerdos (el fútbol es la vida), son pequeños flashes de imágenes superpuestos de la Copa del Mundo de EEUU de 1994. Recuerdo muy vagamente los partidos ante Corea y Bolivia (del de Alemania no me acuerdo de nada), y sobretodo, quizá por su trascendencia, rememoro vívivamente una imagen que quedaría grabada a fuego para siempre en mí: Luis Enrique sangrando, con la nariz rota por un brutal codazo del defensa italiano Tassotti, llorando ante un árbitro al que hasta hace poco no he puesto nombre (Sander Puhl, se llamaba el hideputa). El yerro de Salinas, con el balón botando, más sólo que la una delante de Pagliuca, la posterior contra azurra, Baggio driblando a Zubizarreta, y luego el fin. El desastre. La primera herida.

Por esos tiempos yo, sin aún 5 años, ya la Verdadera Fe del madridismo me había ganado para siempre para la causa, pero la Selección era algo distinto: un equipo al que me adscribía sin dudarlo por la evidente filiación, pero que sacaba de mí un espíritu algo quijotesco: vamos a ganar contra quien sea, sin temer a nada, además siendo los mejores del mundo y sentando cátedra...exaltaba mi patriotismo ver aquellas 11 zamarras rojas puestas en fila escuchando un himno que era mío y era de todos, y me emocionaba comprobar cómo las gradas de estadios lejanos, de países lejanos, se teñían, aunque sólo fueran 5.000 los hinchas, de rojo sangre, rojo vino tinto, rojo pasión, rojo de España. Luego venían las derrotas, y el renegar, una y otra vez, de la patraña de equipo que, por una u otra causa, nunca estaba a la altura de las ilusiones que yo y 40.000 millones de compatriotas depositábamos en él.

Observar la tele con gesto de incredulidad, agarrarse la cabeza y negarlo, una y otra vez, no puede ser, es imposible, otra vez, a nosotros, porqué. En la Eurocopa de Inglaterra del 96 yo ya sabía algo de qué iba aquello, pero curiosamente tengo tres recuerdos que, no sé porqué razón, han quedado más marcados que otros en mi memoria de aquel campeonato: el gol de Alfonso que supuso el 1-1 contra Francia en el primer partido, nada más salir el getafense; el gol de Guillermo Amor, en plancha rematando un centro bajo por la derecha, a Rumanía, sobre la campana, que nos metía en cuartos, y el partido de Inglaterra: mi otra gran herida. Los dos goles anulados injustísimamente no por el árbitro, sino por la ley del anfitrión, y la horrenda tanda de penaltys, con los fallos de Hierro y Nadal. Pero aún era joven.

El primer gran palo con la Nacional llegó en 1998, en el Mundial de Francia. Yo venía de ver a mi Madrid hacer Historia ganando la Séptima Copa de Europa en Amsterdam, sin duda mi mejor recuerdo futbolístico, y aunque no supiera bien qué significaba aquello, creía que la audacia de mi club se iba a trasladar a la Selección, e íbamos a arrasar. Todo el mundo decía que sí, que este año éramos la repolla, nos íban a dar la Copa antes de jugar, e íbamos a dejar a los gabachos con el culo al aire en su propio terreno. Mejor no cuento lo que sentí cuando Zubizarreta puso aquella mano blandita ante los fogosos nigerianos en un centro ridículamente lento desde la izquierda; no cuento lo que sentí ante el penoso e impotente 0-0 contra Paraguay; y qué decir de la goleada estéril a Bulgaria...

Mientras, no me perdía ningún amistoso, ninguno. Nunca lo he hecho. Considero que, cuando juega el Madrid y cuando juega España, el momento es sagrado, y he de verlo sí o sí. Aunque sea un partiducho de mala muerte sin emoción ni trascendencia. Es el Madrid, y es España. Y nunca caminarán sólos, por mal que lo hagan, y por pena que den. Que a mí no me darán pena jamás, sino dolor y sufrimiento, pero eso es porque yo soy un fanático. ¡Cuántas burlas he tenido que aguantar de mi padre, de mis amigos, de la gente, de la prensa, cuando España hacía el ridículo en esos campos de Dios! Los que ahora se suben al carro de la victoria, gloriosa victoria, no conocieron Chipre, ni Belfast, ni Suecia, ni las penosidades de Islandia, ni lo de Grecia en Zaragoza, ni muchas, ni muchas cosas. Y les vendría bien recordarlo, para que sepan cuánto vale esta Eurocopa que hemos ganado en Austria.

Llegó entonces la Eurocopa de 2000, en Holanda y Bélgica. Otra vez, ya más consciente de las cosas y de su importancia, llegaba yo orgullosamente altivo tras ver, por segunda vez en 3 años, a mi Madrid como rey de Europa tras humillar en París al Valencia. Llevábamos una buena Selección, con el mejor Raúl de siempre, con Camacho, Valerón, Alfonso, gente en condiciones. Recuerdo un anuncio de Pepsi, donde salían nuestros 23 alabarderos rumbo a Bélgica montados en un autobús con el lema "Vete y no vuelvas sin ella". Para qué comentar nada.

Fue ese campeonato especialmente doloroso. Empezamos mal, y yo no me creía, no podía creerlo, que hubiéramos perdido contra la todopoderosa Noruega por 0-1 gracias a una cantada sideral de Molina. Era ruinoso. Luego enmendamos la plana en el Arena de Amsterdam venciendo con mucho trabajo a Eslovenia, y yo empecé a creer. Cuando creí del todo fue tras asistir a uno de los momentos más maravillosos que el fútbol me ha dado: el España 4-3 Yugoslavia. Algo apoteósico, algo memorable, algo inolvidable. En el descuento perdíamos 2-3, y no nos valía el empate para pasar a cuartos. Metimos dos goles, un penalty y otro épico de Alfonso, con toda España enganchada a la portería yugoslava, buscando rematar aquel centro alto de Guardiola. Grandioso, memorable de verdad. Hasta esta victoria en Viena, lo mejor que recuerdo de la Roja.

Luego llegamos a cuartos, muy quijotes y muy crecidos, y Francia nos devolvió hacia más abajo de los Pirineos en un partido crudo, una batalla, y un penalty fallado por Raúl del que no diré nada, y ésa será la mejor descripción de lo que sentí en el momento en que volví al salón y vi que lo que decía mi padre, que había fallado Raúl, era verdad. Porquísima miseria.

Más tarde, Corea, Portugal y Alemania. Ilusiones, decepciones, indignaciones. Al-Gandhour, la sordidez y visicitud de la Eurocopa de Portugal, y la sangrante eliminación, aquella noche, en Hannover, ante la Vieja Guardia de Napoleón Zidane.

Por eso, me lo merezco. Por haber madrugado, gastado mi dinero, mi salud, mi tiempo, y mis alegrías y decepciones, con ellos. Porque nunca han caminado sólos, ni caminarán. Porque aunque ahora se apunten muchos que antes eran casi apátridas, siempre estaremos ahí. Y porque habéis de saber, pequeños ignorantes de mente volátil y tendencia al olvido, que esta Eurocopa no es sólo una victoria épica. Es algo mucho más grande. Es una victoria de la Historia, de los que estuvieron, de los que están, y de los que estarán. De los que no pudieron, de los que se quedaron por el camino, de los que perdieron y fallaron penaltys decisivos. Recordad, esta victoria es mucho más que un éxito.

Esa copa que alzó Casillas al cielo de Viena esconde, y guarda, muchas historias, muchas lágrimas, y muchos recuerdos. Muchas ilusiones despeñadas en muchas tandas de penaltys y muchos cuartos, y octavos, de finales perdidos en los vericuetos de la Historia. Mucha rabia contenida, mucho anhelo de hollar tierra que nos parecía vedada.

Como dijo un sabio anónimo: “Un solo gesto vale por todo. Ellos ahí abajo levantan sus manos y te dan las gracias por dejarte la pasta, la garganta, la ilusión y darles fuerzas. A mí, me dan la vida.”

martes, 24 de junio de 2008

Con tanta madera, hacemos una hoguera

Uno de los efectos colaterales de la descentralización administrativa tan aberrante del Estado en la democracia española es, sin duda, ese ente ortopédico existente en toda villa española llamado Policía Local. Sin duda un gran estorbo para los españoles en su doble personalidad jurídica: una molestia para los ciudadanos, una carga adicional para los contribuyentes. Algo totalmente prescindible, en definitiva.

Por naturaleza este cuerpo de seguridad debería tener como principal función y cometido precisamente ése, el de garantizar la seguridad en las calles, el orden y la ley. Proteger al ciudadano y ayudarle frente a situaciones delictivas, problemáticas, violentas o de necesidad urgente. Eso, en teoría. Pero de ahí a la práctica hay un trecho, y grande.

La Policía local es un cuerpo absolutamente prescindible en la sociedad actual, que se mantiente debido a que constituye un grupo de apoyo importante para cualquier candidato a la alcaldía en cualquier ayuntamiento de la geografía nacional, amén de ser un cuerpo de seguridad exigido según el sistema vigente. Hasta el más tonto del lugar sabe que si se gana el favor de los municipales (la manera de ganarse dicho favor queda a expensas de la imaginación del alcaldable de turno) tendrá un importante apoyo electoral (susodichos, familiares e incluso amigos). Nuestra democracia, largamente anhelada y cuyos efectos colaterales no han sido aún debidamente analizados, da lugar a hechos totalmente vergonzantes pero que, según parece, no importan a nadie, Porque, aquí, quién más y quién menos, mete mano en el asunto, de alguna u otra forma.

Por consiguiente, la necesidad de contar con una fuerza de orden público y policial de carácter municipal da la oportunidad a que gente inútil, completamente inservible para la res publica, individuos fatuos y calamitosos, puedan parasitar de forma continua a costa del Estado de forma perpetua, durante toda su vida. Y no sólo eso, sino que la Policía Local da lugar a que éstos mismos sujetos puedan gozar de un status público y social alto, puedan lucir vanidosamente uniformes y placas cual capitanes generales, y, lo peor de todo, puedan abusar de la propia autoridad que no les compete ante sus conciudadanos, alimentando así las ansias de figurar y la fatuidad de personajes absolutamente estériles que de otra forma no tendrían cabida en la sociedad. Para esto es para lo que vale la madera municipal, para incomodar, molestar, y joder, en una palabra, al ciudadano corriente y moliente que intenta subsistir como buenamente le es posible.

Así que esto es lo que hay. ¿Cómo es posible que yo con mis impuestos le esté pagando a estos mendrugos un sueldo muy sustancioso por una labor de mierda? La democracia es la razón. Ojo, no la democracia en sí, sino la interpretación arbitraria y boba de la mayoría paleta que nos rije. Mayoría paleta que es elegida electoralmente por una masa aún más indocumentada, pero ésa es harina de otro costal. La policía local, cuyas competencias son difusas y cuya autoridad es discutible, se beneficia de una remuneración muchísimo mayor que, por ejemplo, la que reciben cuerpos de seguridad mucho más eficientes y eficaces como la Guardia Civil o la Policía Nacional.

En un pueblo de menos de 20.000 habitantes, como es el caso de Chipiona, no hay delincuencia suficiente para justificar que una plantilla notoria de policías locales patrullen unas calles que de por sí son seguras y fiables. No hay justificación. Entonces, como es normal, tienen que buscar una ocupación para rellenar el día, y cuando no hay de qué ocuparse, a estos zotes con porra y pistola se les nubla su ínfima imaginación, y tienden a comportarse como Clint Eastwood en la saga Harry el Sucio pero, obviamente, sin su clase, sin su aplomo y, por supuesto, sin sus valores, porque, ¿qué valores pueden albergar estos tiparracos que no saben ni hacer la o con un canuto? Entonces vienen los problemas. ¿Dónde estáis los días de carnavales donde el pueblo es tomado al asalto por una turba infecta de canorros sin control? ¿Dónde estáis los sábados por la noche cuando la gente sale a la calle y se producen problemas? Escondidos como ratas. Eso sí, para incomodar a la gente que no provoca altercados, sí que sois muy valientes.

Es una vergüenza que estos agentes, que se juegan la vida en la lucha antiterrorista, en la protección de los caminos rurales, en la seguridad urbana, en la lucha contra la delincuencia y la mafia a escala nacional, cobren menos que unos tipejos que no tienen otro mérito en la vida que el haber superado unas pruebas físicas dudosas. ¿Cómo es esto posible? Qui lo sá, pero la realidad es que, mientras unos se baten el cobre ante terroristas y delincuentes muy profesionales, otros se pasean por su ciudad natal en buenos todoterrenos y motos modernas y sotisficadas. Mientras unos mueren en acciones de riesgo frente a miembros de ETA o Al-Quaeda, otros no tienen cojones de separar a desechos humanos en peleas barriobajeras y se dedican a incordiar y molestar a gente normal que deambula por la calle a las 4 de la mañana sin molestar a nadie Y esos mismos son los que se dan de baja en cuanto llegan los carnavales. Los que vacilan a sus paisanos por llevar coche oficial y pistola. Mindundis que no han pegado un tiro en su vida, y crían barriga cervecera mientras los policías de verdad persiguen a etarras en Francia. Me cago en vosotros, inútiles, ineptos de pacotilla, fantoches con uniforme. Ganáos el sueldo sacando patatas en el campo, que en la ciudad no se os requiere.

Esta es la verdad, y lo demás son milongas. No sois más que el pueblo al que "protegéis", porque el pueblo es el que os sostiene con sus impuestos, y no tenéis catadura moral para daros cuenta de ello y respetarnos. Estáis aquí para servirnos, no para serviros de nosostros, y ésto es lo que no comprendéis. Sois funcionarios pero con la potestad, arrogada por un sistema de mierda, de deternos y mantenernos una noche en comisaría porque vosotros lo valéis, así, por la cara. Que no se os ocurra, a vosotros que sois jóvenes y no conocéis las cosas, negarle el DNI a un paleto con placa cuando os lo pida por la noche, ni se os ocurra inquirirlos acerca de porqué no están ellos deteniendo a la morralla que roba coches y apaliza a nuestros chavales en verano en vez de estar multando a trabajadores que madrugan para ir al campo en vespino, por no llevar el casco. No se os ocurra, porque si no, la ira de estos robocops caerá sobre vosotros.

Con tanta madera, hacemos una hoguera. Voto por la abolición total de este cuerpo fútil y deficitario. Voto porque estos mentecatos a los que el sistema da la oportunidad de creerse superiores por llevar gorra y placa hayan de buscarse la vida como todo el mundo, y voto porque el sueldazo y las horas libres que estos parásitos aprovechan, sean dedicadas a profesionales mucho más útiles y necesarios para la sociedad, como la Guardia Civil o la Policía Nacional. Que, en definitiva, son los que nos protegen y nos aseguran. Cuando tenemos algún problema serio, ¿a quién recurrimos? Nos quejamos y nos burlamos de ellos, pero, ¿qué sería de nosotros sin la Guardia Civil? Es la única barrera que nos separa de la jungla y la civiliazación.

Municipales, de mis impuestos no. Idos a mamarla, paletos con placa.

jueves, 19 de junio de 2008

De Breda a París


Cerraba ya la noche sobre el cielo de París. Refrescaba un poco, a pesar de estar ya bien entrado junio, y el verano. Las calles del centro, como antes la de los arrabales de la periferia, recibían, desiertas y sepulcralmente silenciosas, a los blindados oruga de la Nueve, la IX Compañía del Regimiento del Chad. Cruzaban la capital de Francia aquel 24 de junio de 1944 firmes, sin prisa pero sin pausa, conscientes de ser la avanzadilla del tan deseado y esperado ejército Aliado que vendría a expulsar de París a los alemanes. Dentro de los tanques, apiñados y expectantes, tensionados ante un posible ataque, los soldados aliados sabían que estaban entrando en la Historia. La mayoría de los componentes de la Nueve, comandada por el Capitán Dronne, eran españoles, y habían luchado contra el fascismo en la Guerra Civil y luego, exiliados y sin nada que perder, habían conducido al ejército de la Francia Libre de De Gaulle desde el corazón de África hasta los Campos Elíseos a golpe de fusil, dejandose la vida en el empeño, luchando por la Libertad en Europa, la misma Libertad que habían perdido en su patria.

Llegaron, sin contratiempos, hasta la plaza del Ayuntamiento. Por allí, para asombro de los ciudadanos franceses que asistían esperanzados al acontecimiento desde sus casas, desfilaron los carros de combate Guadalajara, Madrid, Jarama, Ebro, Teruel, Belchite, Guernica, Brunete y Don Quijote. Formaban parte de las dotaciones correspondientes a la I, II y III secciones de la IX Compañía, mandadas por un zaragozano, un madrileño, y un andaluz. Con los nombres de las célebres batallas de la guerra española en el morro y los flancos de los tanques, los spaniards habían echo fortuna en la guerra mundial, obteniendo una fama de aguerridos, intrépidos y algo temerarios a la hora de entrar en combate.

A eso de las nueve y media de la noche, el oficial madrileño Federico Moreno, junto con el andaluz Monto y el aragonés Martín Bernal, además de sus segundos, parlamentaba sobre las nuevas órdenes recibidas. Según el Alto Mando, en la calle de los Archivos, muy cerca de donde se encontraban, había un nido de resistencia alemán que debía ser abatido. Hacia allí se encaminó el Guadalajara, con tripulación extremeña. Por las cercanías del Arco del Triunfo de Napoleón y por los aledaños de los Campos Elíseos patrullaban, a bordo del Fort Star, más combatientes republicanos españoles. El primer choque con las fuerzas nazis lo sostuvo el blindado Ebro, mandado por el canario Campos y conducido por el catalán Bullosa. Ésos fueron los primeros disparos de las fuerzas aliadas en París...

En las torretas de los tanques de la Nueve, banderas tricolor, de la República añorada y perdida, ondeaban en el cielo de París. Algo inusual, ya que en el ejército de la Francia Libre sólo se permitían banderas francesas. Pero, como afirmó el Capitán Dronne y el propio De Gaulle (a quién protegerían luego en Notre-Dame los mismos spaniards), ésa era la bandera de su patria, al fin y al cabo. Hombres duros, hoscos, soberbios y aguerridos. Hombres que fueron fruto de ocho siglos de degollar moros; hechos a pelear cada palmo de tierra, cada plaza y cada villa. Españoles arrogantes y soberbios, que lucharon en Flandes, en Italia, en América, en Filipinas,...nacidos en una tierra reseca y áspera. Hombres que todo lo aguantaban en cualquier asalto, pero que no soportaban que les hablaran alto...

Los parisinos que contemplaron el desfile del destacamento de los liberadores de París afirmaron que se oyó, desde los arrabales a la Torre Eiffel, una cancioncilla simple y sencilla, alegre, y por supuesto, en la lengua de Cervantes: ¡somos rojos españoles...

miércoles, 28 de mayo de 2008

Ley de vida

Esta historia me la contaron hace tiempo, no recuerdo quién. Lo único que yo he hecho ha sido darle algo de literatura.



Una tarde de verano, a la hora de la fresca, iban caminando un hombre y su hijo pequeño por una vereda arenosa y llena de grava, en medio del campo. A un lado y al otro, retamas, jaramagos, maleza y pinos aislados entre sí rellenaban el paisaje y la floresta del lugar. El hombre, adulto, alrededor de la cuarentena, fuerte, robusto, de manos callosas, piel curtida por años de trabajo sacándole sus frutos a la tierra bajo el sol meridional de su tierra, cargaba, a hombros, con su anciano padre. A su lado andaba su hijo de apenas 7 años, correteando despreocupado y alegre a su alrededor. Si algún hombre de la Antigüedad los hubiera observado desde cierta distancia, hubiera creído que Eneas volvía a cargar con su padre Anquises y a llevar de la mano al pequeño Julo, camino del Lacio y la salvación de la memoria troyana.

Cuando llegaron a una piedra grande, que la naturaleza y el tiempo habían moldeado y convertido en un descansado reposadero, el hombre depositó delicadamente a su padre en la piedra, y fue a refrescarse al exiguo arroyo que corría paraleo al sendero. De pronto, el viejo miró fijamente a su nieto, recorrió con la vista cansada el lugar, vio a su hijo sentado en el suelo, tocó con la arrugada mano la piedra donde descansaba, y echó a llorar. Un llanto quedo, casi silencioso, amargo.

Al verlo, su hijo se levantó y le dijo:

-Padre, ¿porqué lloras?

El padre, con las lágrimas cayendole por la mejilla acartonada, bronceada por los años de esfuerzo, sacrificio, trabajo y privaciones, le respondió, mirándole desde lo más profundo de su alma:

-Porque en esta misma piedra, hace 40 años, senté yo a mi padre a descansar como tú has hecho conmigo ahora. Camino del asilo donde lo llevaba, y donde lo dejé para no volver a verlo nunca más.

El anciano calló, y miró a su hijo, resignado ante lo que era ley de vida. El nieto, extrañamente silencioso y quieto, fijó su vista en el padre. En aquella mirada estaba escrito todo. El código genético y el tablero de ajedrez donde se juega la partida de la vida, la inteligencia, la inocencia y, curiosamente, una silenciosa pregunta, casi un ruego, casi una exigencia, en los ojos del nieto. El hombre, plantado delante de su padre, miró a su hijo, sonrió, se acercó a su padre, lo besó en la mejilla, lo levantó, volvió a cargarselo en sus hombros y, erguido, comenzó a desandar orgullosamente el camino por el que habían venido.

jueves, 8 de mayo de 2008

Un día glorioso, III


...


El tercer barco, a punto de ser desarbolado, había dado media vuelta, con el timón roto y algunas velas incendiadas, y había puesto rumbo a África sin esperar a sus hermanos de piratería. El segundo, con el que la bombarda se había cebado sin misericordia, se hundía sin remedio frente a la piedra de Salmedina, un saliente rocoso, a cuatro leguas de donde se había producido la lucha, a donde había llegado la nave sin timón y sin posibilidad de cambiar el rumbo. El palo mayor estaba hecho añicos, otro mástil andaba roto por la mitad, las velas ardían todas y la tripulación se había arrojado por la borda cuando la situación se hizo irremediable.

El tercer barco, indemne del ataque principal en los corrales, había llegado a la playa de Regla, pero cuando se aprestaba a desembarcar, sus hombres se habían percatado de la situación de los dos barcos restantes de su flotilla pirata, y tras ver que los paisanos de Chipiona que habían estado esperándoles detrás de los cerros, en la playa principal, estaban saliendo, armas en ristre, y provocándoles desde la orilla, decidieron virar todo y regresar a casa. Habían venido con la idea de desembarcar sin problemas, saquear, destruir todo cuanto se pusiese a mano y volver. Como la práctica habitual en las costas españolas era que, tras ser avisados, las poblaciones del litoral quedaran vacías antes de los ataques y sus gentes se refugiaran en los bosques y montes del interior, los berberiscos no pudieron ni siquiera intuir que en Chipiona habían tomado otra resolución: luchar. Pero no luchar de cualquier manera. Unos cientos de paisanos analfabetos, ignorantes de las cosas de la guerra y totalmente inexpertos, habían elaborado un plan de ataque singular; se habían servido de los corrales de pesquería que Roma les construyó hacía más de mil años para defenderse atacando, aprovechando la accidentada singladura por la que habían de llegar los barcos piratas, y la bajamar. Se habían hecho con una vieja y vetusta bombarda, la habían renovado, arreglado, y colocado en un lugar estratégicamente perfecto para barrer sin problemas la delantera de los corrales sin temor a herir a sus camaradas gracias a la suave pero pronunciada elevación del terreno. Y finalmente se habían hecho con todo tipo de armas viejas, la mayoría de ellas medievales, piedras, aperos de labranza y cócteles incendiarios para plantar cara al enemigo. Lo habían hecho con valor y pasión, y lo habían conseguido.

En cuanto los dos bajeles piratas no eran más que sombras casi indistinguibles en el lejano horizonte, el sol ya estaba casi en lo alto, anunciando el mediodía. Las olas traían aguas rojizas, de la sangre de la tripulación del barco que hacía menos de media hora había acabado por hundirse junto a Salmedina. Los que habían saltado y buscado a nado la costa, se habían encontrado con una desagradable sorpresa: los paisanos habían abandonado a todo correr los corrales, y empuñando las mismas armas con las que los habían sorprendido al inicio de la contienda, habían salido en barcas y lanchas a batir las aguas cercanas a la costa. Tocaba a degüello, no había cuartel para nadie, y los exhaustos supervivientes berberiscos se dejaban pescar a ballestazos, lanzadas y pedradas, inermes e inofensivos ante la saña de los vencedores chipioneros. Era la ley del vencedor.

Antes de almorzar, cuando la tarea de limpiar de cristales y trampas antipersona la playa de Regla había finalizado, los chipioneros fueron a buscar a sus familias al espeso pinar de la villa donde se habían refugiado. Juntos todos, fueron a rendir pleitesía y agradecer a la Virgen de Regla tan inesperada y necesaria victoria. Por la tarde un grupo de chipioneros, cansado pero felices y algo bebidos, fueron a Sanlúcar a anunciar la victoria del pueblo sobre los piratas, y a pedirles a los agustinos, no sin cierta guasa, que volvieran al convento de Santa María de Regla, pues ya no había peligro y estarían seguros. El pueblo había vencido sin la ayuda de los hombres de Dios. Éstos volvieron, en silencio y con la cabeza baja, y se encerraron de nuevo en su convento, a orar y desentrañar los misteriosos caminos del Señor mientras en Chipiona la gente bebía, bailaba y celebraba tamaña fecha inolvidable en la que unos piratas habían llegado a su tierra a expoliar y devastar y habían salido por patas, heridos, muertos y con el rabo entre las piernas.


Fin

sábado, 3 de mayo de 2008

Madrid, Dos de mayo, 1808


"El pueblo español, en masa, se comportó como un hombre de honor". Lo confesó Napoleón Bonaparte, el Emperador, en su ocaso en la isla de Santa Elena. Y así fue. No se luchó por la patria, ni por el rey, ni por la religión. No se luchó por grandes ideales, ni por la gloria, ni siquiera por la libertad. Se luchó por que no había más remedio. Se peleó, simple y llanamente, porque la gente estaba hasta los cojones de que invasores extranjeros se pasearan por su tierra con impunidad, alevosía y arrogancia. Se pueden decir muchas cosas que ocurrieron después, y que fueron consecuencias inevitables de aquel día, y de aquellas acciones.
Nació la nación moderna. Comenzó a vislumbrarse la trágica división entre la sangre y la razón, entre lo que un español es por nacimiento y lo que es por pensamiento. Pero aquel día, pelearon, mataron y murieron hombres, y mujeres, de honor. Que preferían la muerte antes que la sumisión. Gente indómita. Que despreciaron el miedo, acudiendo a la llamada de la tierra, de la sangre y del orgullo. Que sentían vergüenza por todo lo que los franceses hacían en su nación.

Porque, a pesar de las ideologías, de la razón y de otras consideraciones, todo hombre se debe a unos principios básicos irrenunciables: la sangre, la tierra y su honra.

Luego vino la Guerra, la derrota de las águilas imperiales de Bonaparte, y el eterno drama de la gloriosamente derrotada España. Pero aquel día, 2 de mayo de 1808, aquel día, ardió Troya. Que ningún español de bien olvide nunca esa fecha, ni a sus protagonistas. Que ningún español de bien olvide nunca todo lo que hay detrás de la nacionalidad que aparece en su DNI.

jueves, 1 de mayo de 2008

Un día glorioso, II


...


Los bajeles estaban acercándose cada vez más a las últimas lajas que conformaban la parte más lejana y profunda del corral. Los paisanos se distribuyeron en un número adecuado por entre las rocas, que les tapaban casi hasta la cabeza y les ofrecían numerosos salientes y portillos por donde apuntar y disparar. Ya podían ver las caras atezadas de los bucaneros de la Berbería, sudando atareados en las difíciles maniobras que debían ejecutar para no encallar en aquellas aguas peligrosas y poco profundas, plagadas de piedras y recovecos mortales. De pronto una voz surgió entre los paisanos, y todos a una se izaron sobre la pared del corral, apuntaron y en menos de un avemaría descargaron una linda granizada de arcabucería sobre las cubiertas de los tres barcos piratas, que prácticamente distaban del corral unos 20 metros o menos. Las caras de espanto de los marinos enemigos era indescriptible: no esperaban encontrar resistencia y muchísimo menos en aquel lugar tan insospechado. La aparición de una multitud de campesinos y marineros escondidos tras las rocas de aquellos corrales supuso toda una sorpresa, y bien que lo aprovecharon los chipioneros para cargar a la velocidad del rayo y volver a lanzar otra andanada de fuego que barrió otra vez las cubiertas de los piratas, dañando el velamen y haciendo saltar astillas por doquier, sin que los invasores pudieran hacer otra cosa que correr y esconderse. Los paisanos contaban con que los piratas no utilizarían sus escasos cañones contra un enemigo invisible y desperdigado. No malgastarían sus pocas balas estrellándolas contra muros de piedra y agua. Y efectivamente no lo hicieron.

Los tres bajeles, que hasta el momento habían navegado en compacta unidad, se fueron separando tras el primer arreón. El primero habían casi conseguido salir del ángulo de tiro de los corrales, aproximándose alarmantemente a la playa de Regla. El segundo, cuyo palo mayor estaba bastante dañado por un certerísimo tiro de la bombarda (la habían colocado a favor del viento y el tirador principal, que había servido en artillería durante algunos años, habían estado soberbio en el tiro) parecía tener dificultades para mantener el rumbo, y el tercero parecía haber tocado con la quilla en una roca y no avanzaba. Sobre él se centraron las sucesivas descargas de arcabuces, ballestas, arcos artesanos y piedras con honda de unos paisanos cada vez más entusiasmados. Los más temerarios incluso se habían subido en lo alto de las paredes de roca de los corrales y lanzaban a pecho descubierto sus artefactos. La tripulación del tercer barco, incapaz de devolver el fuego a causa de las numerosas pequeñas averías que les estaban causando en el casco la granizada chipionera y apenas sin poder asomar la cabeza por una cubierta que estaba siendo barrida, parecía haberse esfumado en las entrañas de su ligera nave.

-¡Raaaaaaaca, raaac, raac, raaaaaaaaaaaaaca! Zumbaban los proyectiles, virotes, pedruscos y cristales desde la primera línea de escollera del corral hacia los barcos. Se veían volar las astillas del maderamen del barco al impactar, humo, gritos ahogados, maldiciones y sangre.

Empezaron a volar las botellas llenas de aceite hirviendo, forraje y fuego, que las mujeres de la aldea habían estado elaborando cuidadosamente días antes. Desde la orilla iban llegando, como en una cadena larga de colaboración mutua y eficaz, nuevas municiones, nuevas armas con las que herir a poca distancia y nuevos pertrechos para los guerreros que se batían en primera línea. Arañándose con las piedras ostioneras, resbalando, con el agua por los tobillos y las ropas remangadas, campesinos, labradores, pastores, marineros y artesanos, defendían, inexpertos pero valerosos, su territorio de los invasores. Al contrario que todas las poblaciones vecinas, cuando ellos habían recibido el aviso de próximos ataques piratas en la zona, no habían renunciado a pelear, en lugar de marcharse y dejarles el campo (sus casas, sus fincas, sus tierras) libre a los piratas. Ni siquiera la comunidad de agustinos que residía en el convento de Santa María de Regla, adyacente al pueblo y donde se guardaba y veneraba a su santa patrona, habían confiado en ellos. Los habían tildado de locos, suicidas y temerarios, y se habían marchado a buscar refugio a Sanlúcar, donde estarían protegidos por fuertes muros y gruesa y preparada milicia. El pueblo les había negado la posibilidad de llevarse consigo a la Virgen, la cual, escondida en un improvisado altar en la casa del patrón principal de la marinería local, velaba por su pueblo que se batía a cara de perro en sus corrales, plantando cara a un enemigo voraz.

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jueves, 24 de abril de 2008

Un día glorioso, I


Salieron a la carrera, desde los cerros, engullendo a la velocidad del rayo los metros que los separaban de la orilla. Eran 93, todos vecinos de la villa, prácticamente todos los hombres en edad de combatir. Habían estado esperándolos durante toda la noche, relevándose en sus guardias a lo largo de la costa chipionera, desde Regla hasta Montijo. Desperdigados entre las dunas, apostados bajo las frondosas retamas, con los arcabuces y las viejas ballestas oxidadas a punto.

Chipiona llevaba varios días en alerta. Habían llegado rumores y noticias de ataques de piratas berberiscos a distintos puntos de la bahía de Cádiz. Las mujeres, los ancianos y los niños habían marchado rumbo al pinar, lejos de las playas, escondidos en chozas y cabañas temporales al abrigo de la espesura del bosque. Todo hombre con posibilidad de empuñar un arma llevaba días emboscado en el cordón dunar que protegía la villa. Y tras una tensa espera, por fin llegaron.

Eran tres bajeles berberiscos de vela latina, que aparecieron en el horizonte, hacia el este, al rayar el alba. La artillería de las naves, desde lejos, parecía menor, pero aun así, imponente. Las intenciones con que llegaban no hacía falta adivinarlas: entrar con poca gente pero profesional, asolar con lo que se pueda, saquear, destruir y matar a todo el que se ponga por delante, y huir tan rápido como se vino.Los paisanos llegaron chapoteando entre las lagunas del corral, y se apostaron todos contra las húmedas paredes de roca del mismo. Habían rezado mucho ante la Virgen de Regla para que los piratas berberiscos llegaran en días de bajamar, porque de lo contrario cualquier posibilidad de defensa y lucha hubiera quedado descartada, y sólo la evacuación total del pueblo los hubiera salvado del saqueo y la destrucción.

Los tres bajeles llegaron por donde tenían previsto, y los hombres se desplegaron según lo convenido. Sabían que estaban arriesgándose demasiado; la apuesta era muy alta y muy osada, pues hasta el momento ninguna villa se había atrevido a plantar cara a las incursiones esporádicas de los piratas de Berbería. Ellos se lo estaban jugando todo, habían apostado fuerte y estaban decididos a ganar.

Habían colocado una pequeña y vieja bombarda, que todavía funcionaba, en lo alto del cerro que coronaba la Punta del Perro, a la espalda del antiguo y destartalado faro. Cinco parroquianos, los más hábiles y diestros a la hora de apuntar y tirar, la manejarían. El objetivo era cubrir a los defensores de vanguardia, la primera línea, los valientes que iban a recibir a pie, arcabuz y mosqueta en mano, a los bajeles piratas, respaldados por las sólidas paredes de los corrales y el impreciso fuego de la bombarda situada más arriba.

El plan de batalla, ideado en tres noches de exaltación tabernaria en el garito que servía como centro de reunión social en la pequeña aldea de pescadores y campesinos que era Chipiona, consistía en aprovechar que los buques enemigos tenían que pasar forzosamente, debido a la jocosidad y complejidad de la rada del pueblo, justo por delante de los grandes corrales para llegar a la amplia playa de Regla, donde los piratas tendrían una gran cala para anclar y desembarcar. Los chipioneros debían aprovechar lo accidentado de la bahía y la posición de tiro tan excelente que les ofrecían las paredes de los corrales de pesquería para apostarse y acribillar a ballestazos, tiros de arcabuz y pedradas a los barcos, y provocarles el máximo daño posible. La bombarda era el complemento ideal (la habían sacado de la caseta del guardamarina, nadie había reparado en ella hasta que la amenaza de la incursión pirata había sido inminente): tenían balas contadas, de los tiradores dependía que los berberiscos llegaran a Regla con más o menos daño.

La otra parte era la más delicada, y la que implicaba a más gente. Todos sabían que el envite de los corrales tan sólo atrasarían a los bajeles enemigos, pero que éstos llegarían a la playa principal, y desembarcarían. Allí entraba la parte más sanguinaria y difícil del plan: habían sembrado, durante 3 días y sus respectivas noches, las arenas de la playa de Regla de trozos de cristales, vidrios, metales oxidados, pinchos, y cualquier objeto pinchante y contundente, creando una especie de campo minado que dificultase la llegada de los piratas a tierra firme. Como cubrir un espacio tan amplio era imposible, detrás de los cerros y de las retamas llenas de dunas esperarían a los invasores unos 50 paisanos armados con todo tipo de objetos hirientes: biergos, tridentes, hoces, martillos, guadañas, palos, lanzas, y cañas con navajas incorporadas a modo de bayonetas improvisadas, que, en el caso de que los piratas berberiscos lograran superar la arena sembrada de hirientes cristales.

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