miércoles, 28 de mayo de 2008

Ley de vida

Esta historia me la contaron hace tiempo, no recuerdo quién. Lo único que yo he hecho ha sido darle algo de literatura.



Una tarde de verano, a la hora de la fresca, iban caminando un hombre y su hijo pequeño por una vereda arenosa y llena de grava, en medio del campo. A un lado y al otro, retamas, jaramagos, maleza y pinos aislados entre sí rellenaban el paisaje y la floresta del lugar. El hombre, adulto, alrededor de la cuarentena, fuerte, robusto, de manos callosas, piel curtida por años de trabajo sacándole sus frutos a la tierra bajo el sol meridional de su tierra, cargaba, a hombros, con su anciano padre. A su lado andaba su hijo de apenas 7 años, correteando despreocupado y alegre a su alrededor. Si algún hombre de la Antigüedad los hubiera observado desde cierta distancia, hubiera creído que Eneas volvía a cargar con su padre Anquises y a llevar de la mano al pequeño Julo, camino del Lacio y la salvación de la memoria troyana.

Cuando llegaron a una piedra grande, que la naturaleza y el tiempo habían moldeado y convertido en un descansado reposadero, el hombre depositó delicadamente a su padre en la piedra, y fue a refrescarse al exiguo arroyo que corría paraleo al sendero. De pronto, el viejo miró fijamente a su nieto, recorrió con la vista cansada el lugar, vio a su hijo sentado en el suelo, tocó con la arrugada mano la piedra donde descansaba, y echó a llorar. Un llanto quedo, casi silencioso, amargo.

Al verlo, su hijo se levantó y le dijo:

-Padre, ¿porqué lloras?

El padre, con las lágrimas cayendole por la mejilla acartonada, bronceada por los años de esfuerzo, sacrificio, trabajo y privaciones, le respondió, mirándole desde lo más profundo de su alma:

-Porque en esta misma piedra, hace 40 años, senté yo a mi padre a descansar como tú has hecho conmigo ahora. Camino del asilo donde lo llevaba, y donde lo dejé para no volver a verlo nunca más.

El anciano calló, y miró a su hijo, resignado ante lo que era ley de vida. El nieto, extrañamente silencioso y quieto, fijó su vista en el padre. En aquella mirada estaba escrito todo. El código genético y el tablero de ajedrez donde se juega la partida de la vida, la inteligencia, la inocencia y, curiosamente, una silenciosa pregunta, casi un ruego, casi una exigencia, en los ojos del nieto. El hombre, plantado delante de su padre, miró a su hijo, sonrió, se acercó a su padre, lo besó en la mejilla, lo levantó, volvió a cargarselo en sus hombros y, erguido, comenzó a desandar orgullosamente el camino por el que habían venido.

jueves, 8 de mayo de 2008

Un día glorioso, III


...


El tercer barco, a punto de ser desarbolado, había dado media vuelta, con el timón roto y algunas velas incendiadas, y había puesto rumbo a África sin esperar a sus hermanos de piratería. El segundo, con el que la bombarda se había cebado sin misericordia, se hundía sin remedio frente a la piedra de Salmedina, un saliente rocoso, a cuatro leguas de donde se había producido la lucha, a donde había llegado la nave sin timón y sin posibilidad de cambiar el rumbo. El palo mayor estaba hecho añicos, otro mástil andaba roto por la mitad, las velas ardían todas y la tripulación se había arrojado por la borda cuando la situación se hizo irremediable.

El tercer barco, indemne del ataque principal en los corrales, había llegado a la playa de Regla, pero cuando se aprestaba a desembarcar, sus hombres se habían percatado de la situación de los dos barcos restantes de su flotilla pirata, y tras ver que los paisanos de Chipiona que habían estado esperándoles detrás de los cerros, en la playa principal, estaban saliendo, armas en ristre, y provocándoles desde la orilla, decidieron virar todo y regresar a casa. Habían venido con la idea de desembarcar sin problemas, saquear, destruir todo cuanto se pusiese a mano y volver. Como la práctica habitual en las costas españolas era que, tras ser avisados, las poblaciones del litoral quedaran vacías antes de los ataques y sus gentes se refugiaran en los bosques y montes del interior, los berberiscos no pudieron ni siquiera intuir que en Chipiona habían tomado otra resolución: luchar. Pero no luchar de cualquier manera. Unos cientos de paisanos analfabetos, ignorantes de las cosas de la guerra y totalmente inexpertos, habían elaborado un plan de ataque singular; se habían servido de los corrales de pesquería que Roma les construyó hacía más de mil años para defenderse atacando, aprovechando la accidentada singladura por la que habían de llegar los barcos piratas, y la bajamar. Se habían hecho con una vieja y vetusta bombarda, la habían renovado, arreglado, y colocado en un lugar estratégicamente perfecto para barrer sin problemas la delantera de los corrales sin temor a herir a sus camaradas gracias a la suave pero pronunciada elevación del terreno. Y finalmente se habían hecho con todo tipo de armas viejas, la mayoría de ellas medievales, piedras, aperos de labranza y cócteles incendiarios para plantar cara al enemigo. Lo habían hecho con valor y pasión, y lo habían conseguido.

En cuanto los dos bajeles piratas no eran más que sombras casi indistinguibles en el lejano horizonte, el sol ya estaba casi en lo alto, anunciando el mediodía. Las olas traían aguas rojizas, de la sangre de la tripulación del barco que hacía menos de media hora había acabado por hundirse junto a Salmedina. Los que habían saltado y buscado a nado la costa, se habían encontrado con una desagradable sorpresa: los paisanos habían abandonado a todo correr los corrales, y empuñando las mismas armas con las que los habían sorprendido al inicio de la contienda, habían salido en barcas y lanchas a batir las aguas cercanas a la costa. Tocaba a degüello, no había cuartel para nadie, y los exhaustos supervivientes berberiscos se dejaban pescar a ballestazos, lanzadas y pedradas, inermes e inofensivos ante la saña de los vencedores chipioneros. Era la ley del vencedor.

Antes de almorzar, cuando la tarea de limpiar de cristales y trampas antipersona la playa de Regla había finalizado, los chipioneros fueron a buscar a sus familias al espeso pinar de la villa donde se habían refugiado. Juntos todos, fueron a rendir pleitesía y agradecer a la Virgen de Regla tan inesperada y necesaria victoria. Por la tarde un grupo de chipioneros, cansado pero felices y algo bebidos, fueron a Sanlúcar a anunciar la victoria del pueblo sobre los piratas, y a pedirles a los agustinos, no sin cierta guasa, que volvieran al convento de Santa María de Regla, pues ya no había peligro y estarían seguros. El pueblo había vencido sin la ayuda de los hombres de Dios. Éstos volvieron, en silencio y con la cabeza baja, y se encerraron de nuevo en su convento, a orar y desentrañar los misteriosos caminos del Señor mientras en Chipiona la gente bebía, bailaba y celebraba tamaña fecha inolvidable en la que unos piratas habían llegado a su tierra a expoliar y devastar y habían salido por patas, heridos, muertos y con el rabo entre las piernas.


Fin

sábado, 3 de mayo de 2008

Madrid, Dos de mayo, 1808


"El pueblo español, en masa, se comportó como un hombre de honor". Lo confesó Napoleón Bonaparte, el Emperador, en su ocaso en la isla de Santa Elena. Y así fue. No se luchó por la patria, ni por el rey, ni por la religión. No se luchó por grandes ideales, ni por la gloria, ni siquiera por la libertad. Se luchó por que no había más remedio. Se peleó, simple y llanamente, porque la gente estaba hasta los cojones de que invasores extranjeros se pasearan por su tierra con impunidad, alevosía y arrogancia. Se pueden decir muchas cosas que ocurrieron después, y que fueron consecuencias inevitables de aquel día, y de aquellas acciones.
Nació la nación moderna. Comenzó a vislumbrarse la trágica división entre la sangre y la razón, entre lo que un español es por nacimiento y lo que es por pensamiento. Pero aquel día, pelearon, mataron y murieron hombres, y mujeres, de honor. Que preferían la muerte antes que la sumisión. Gente indómita. Que despreciaron el miedo, acudiendo a la llamada de la tierra, de la sangre y del orgullo. Que sentían vergüenza por todo lo que los franceses hacían en su nación.

Porque, a pesar de las ideologías, de la razón y de otras consideraciones, todo hombre se debe a unos principios básicos irrenunciables: la sangre, la tierra y su honra.

Luego vino la Guerra, la derrota de las águilas imperiales de Bonaparte, y el eterno drama de la gloriosamente derrotada España. Pero aquel día, 2 de mayo de 1808, aquel día, ardió Troya. Que ningún español de bien olvide nunca esa fecha, ni a sus protagonistas. Que ningún español de bien olvide nunca todo lo que hay detrás de la nacionalidad que aparece en su DNI.

jueves, 1 de mayo de 2008

Un día glorioso, II


...


Los bajeles estaban acercándose cada vez más a las últimas lajas que conformaban la parte más lejana y profunda del corral. Los paisanos se distribuyeron en un número adecuado por entre las rocas, que les tapaban casi hasta la cabeza y les ofrecían numerosos salientes y portillos por donde apuntar y disparar. Ya podían ver las caras atezadas de los bucaneros de la Berbería, sudando atareados en las difíciles maniobras que debían ejecutar para no encallar en aquellas aguas peligrosas y poco profundas, plagadas de piedras y recovecos mortales. De pronto una voz surgió entre los paisanos, y todos a una se izaron sobre la pared del corral, apuntaron y en menos de un avemaría descargaron una linda granizada de arcabucería sobre las cubiertas de los tres barcos piratas, que prácticamente distaban del corral unos 20 metros o menos. Las caras de espanto de los marinos enemigos era indescriptible: no esperaban encontrar resistencia y muchísimo menos en aquel lugar tan insospechado. La aparición de una multitud de campesinos y marineros escondidos tras las rocas de aquellos corrales supuso toda una sorpresa, y bien que lo aprovecharon los chipioneros para cargar a la velocidad del rayo y volver a lanzar otra andanada de fuego que barrió otra vez las cubiertas de los piratas, dañando el velamen y haciendo saltar astillas por doquier, sin que los invasores pudieran hacer otra cosa que correr y esconderse. Los paisanos contaban con que los piratas no utilizarían sus escasos cañones contra un enemigo invisible y desperdigado. No malgastarían sus pocas balas estrellándolas contra muros de piedra y agua. Y efectivamente no lo hicieron.

Los tres bajeles, que hasta el momento habían navegado en compacta unidad, se fueron separando tras el primer arreón. El primero habían casi conseguido salir del ángulo de tiro de los corrales, aproximándose alarmantemente a la playa de Regla. El segundo, cuyo palo mayor estaba bastante dañado por un certerísimo tiro de la bombarda (la habían colocado a favor del viento y el tirador principal, que había servido en artillería durante algunos años, habían estado soberbio en el tiro) parecía tener dificultades para mantener el rumbo, y el tercero parecía haber tocado con la quilla en una roca y no avanzaba. Sobre él se centraron las sucesivas descargas de arcabuces, ballestas, arcos artesanos y piedras con honda de unos paisanos cada vez más entusiasmados. Los más temerarios incluso se habían subido en lo alto de las paredes de roca de los corrales y lanzaban a pecho descubierto sus artefactos. La tripulación del tercer barco, incapaz de devolver el fuego a causa de las numerosas pequeñas averías que les estaban causando en el casco la granizada chipionera y apenas sin poder asomar la cabeza por una cubierta que estaba siendo barrida, parecía haberse esfumado en las entrañas de su ligera nave.

-¡Raaaaaaaca, raaac, raac, raaaaaaaaaaaaaca! Zumbaban los proyectiles, virotes, pedruscos y cristales desde la primera línea de escollera del corral hacia los barcos. Se veían volar las astillas del maderamen del barco al impactar, humo, gritos ahogados, maldiciones y sangre.

Empezaron a volar las botellas llenas de aceite hirviendo, forraje y fuego, que las mujeres de la aldea habían estado elaborando cuidadosamente días antes. Desde la orilla iban llegando, como en una cadena larga de colaboración mutua y eficaz, nuevas municiones, nuevas armas con las que herir a poca distancia y nuevos pertrechos para los guerreros que se batían en primera línea. Arañándose con las piedras ostioneras, resbalando, con el agua por los tobillos y las ropas remangadas, campesinos, labradores, pastores, marineros y artesanos, defendían, inexpertos pero valerosos, su territorio de los invasores. Al contrario que todas las poblaciones vecinas, cuando ellos habían recibido el aviso de próximos ataques piratas en la zona, no habían renunciado a pelear, en lugar de marcharse y dejarles el campo (sus casas, sus fincas, sus tierras) libre a los piratas. Ni siquiera la comunidad de agustinos que residía en el convento de Santa María de Regla, adyacente al pueblo y donde se guardaba y veneraba a su santa patrona, habían confiado en ellos. Los habían tildado de locos, suicidas y temerarios, y se habían marchado a buscar refugio a Sanlúcar, donde estarían protegidos por fuertes muros y gruesa y preparada milicia. El pueblo les había negado la posibilidad de llevarse consigo a la Virgen, la cual, escondida en un improvisado altar en la casa del patrón principal de la marinería local, velaba por su pueblo que se batía a cara de perro en sus corrales, plantando cara a un enemigo voraz.

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