jueves, 20 de marzo de 2008

El día en que el infierno se hizo carne, II



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...ahora, lejos ya de su tierra y de sus recuerdos, servía en Tierra Santa bajo la bandera de Raimundo de Trípoli, defendiendo el agonizante Reino Latino de Jerusalén. No se había alistado por fe, ni por devoción. Su curiosidad por conocer Palestina y las lucrativas promesas de botín lo habían llevado hasta allí. Presto a luchar contra aquel ángel del demonio que había llegado desde donde se unen el Tigris y el Éufrates para expulsar al mar a los cristianos de Tierra Santa. El Sultán de Egipto lideraba el empuje musulmán y Jerusalén era su meta. Y allí, en medio de un terrible desfiladero, trampa mortal en la que habían caído los cristianos en su desesperación, se encontraba Lope Núñez, esperando la muerte segura con tranquilidad y resignación.

Alzó su mirada al cielo y a través de las rendijas del yelmo observó la bóveda celeste, fulgurante en su claridad, y quedó cegado por el resplandor brutal del sol que refulgía en las armaduras de los miles de soldados que allí se concentraban. Las cavernas y las rocosas paredes de la garganta de Hattin reverberaban bajo aquel calor infernal, y el cuadro, con las dos imponentes colinas a cada lado y las huestes sarracenas enfrente se le figuró a Lope como la representación viva del ángel vengador y justiciero que Dios enviaba para que, con su espada purificadora, exterminara a los hombres que en su nombre derramaban tanta sangre desde la I Cruzada. Todo era como natural, le pareció a Lope. Los hombres, el cielo refulgente, las arenas áridas, la muerte que aguardaba afilando su guadaña tras los riscos del desfiladero de Hattin, excitada ante el olor de la sangre cristiana. Porque no se engañaba, de allí no saldrían.

Cuando corrió entre las filas de la caballería la orden de ataque, Lope acarició el negro pelaje de su poderoso corcél, lo espoleó al lentamente, se ajustó el yelmo y empuñó su magnífico alfanje vizcaíno. Ahora sólo lo tenía a él. Dios hacía mucho que había abandonado aquel lugar yermo y abrasado. Miró a sus compañeros. Rostros serios y graves, miradas fieras. Gente de armas, veterana, hecha a sufrir y a batallar en el borde del abismo, con la Parca enfrente riéndo malévola, jugándose los cuartos con el filo de su espada.Puso su mente en blanco y se preparó para morir matando.

La caballería de Raimundo se lanzó al galope contra la vanguardia sarracena con la vana esperanza de abrir suficiente hueco para que el grueso del ejécito cruzado llegara a Tiberíades y la liberara. Lope entró en el fragor del combate gritando a voz en cuello el grito ibérico ancestral de ¡Santiago, Santiago, Castilla y Santiago! y rugió dando mandobles por doquier, batiendose como un león. Por un momento pareció que lo conseguían, pero pronto se percató Lope Núñez de que aquello era una estratagema de Saladino, que había ordenado a sus filas que se abrieran para luego encerrar a la caballería cruzada en una jaula mortal. Lope comprendió que aquellas ardientes arenas de Hattin serían su tumba, que Jerusalén estaba perdida, y con ella el destino de los cristianos de Tierra Santa. Que nunca más volverían a reinar en Palestina. Que nunca más vería salir el sol.

Pero antes, pensó Lope en un brevísimo lapso de reposo, se llevaría de invitados a unos cuantos sarracenos a la cena que el diablo le prepararía para esa noche.

miércoles, 19 de marzo de 2008

El día en que el infierno se hizo carne, I


La suave brisa que hacía ondear los pendones y los estandartes de los dos ejércitos era como una rayo efímero de frescura en medio de aquel desfiladero árido y asolado por el sol inmisericorde. Los cuernos de Hattin eran una caldera abrasadora donde las cansadas tropas del rey de Jerusalén esperaban, junto al pozo de agua salvador, órdenes de sus generales.

Irreductibles caballeros del Temple, junto a los célebres Hospitalarios, se agrupaban aquella mañana del 4 de julio de 1187 en orden de combate en la garganta de Hattin, cerca de Tiberíades, en Tierra Santa. Habían tenido que tomar el único pozo de agua disponible en la zona, a pesar del acoso de las huestes del Sultán de Egipto, el mítico Saladino. Ahora se encontraban cercados por el poderoso ejército del rey ayubí, encerrados en la ratonera que formaba el angosto espacio entre las dos escarpadas colinas de Hattin.

Sitiados y cerrada toda vía de escape, Guido de Lusignan, el rey latino de Jerusalén, se reunía con los caballeros cruzados más importantes de su ejército: Reinaldo de Chatillón y Raimundo III de Trípoli. El objetivo estaba claro, tenían que llegar a tiempo a Tiberíades para socorrer a la ciudad asediada. Para ello, deberían romper la barrera que Saladino había plantado ante el ejército cristiano en aquel desfiladero. Y para lograrlo, Guido de Lusignan contaba con la caballería de Raimundo III de Trípoli.
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Lope Núñez resoplaba sofocado bajo el yelmo de acero que le cubría la cabeza. Erguido en su cabalgadura, ataviado para la batalla, miraba atentamente las huestes sarracenas que se arracimaban, ansiosas de entrar en combate, detrás del pequeño riachuelo proveniente del pozo de Hattin. Observaba sus caras, morenas y negras, tostadas al sol, y recordaba la suya propia, igualmente moruna y bruñida por el calor de su Castilla natal. Había luchado desde que era apenas un zagal en la frontera con Al-Andalus, contra el enemigo ancestral, el moro. Había asaltado granjas, haciendas e incluso poblados, al amparo de la noche, junto a sus vecinos y hermanos, en las famosas y lucrativas incursiones relámpago que solían hacerse en las regiones fronterizas de aquellas tierras.

Se tanteaba ahora la cicatriz del costado. Fue en una de tantas correrías en suelo moro. Absorto y enfebrecido en la destrucción de un granero, no se percató de la presencia de defensores sarracenos hasta que uno de ellos le pasó el filo de su alfanje por el costado. La cota de malla lo salvó. Eso, y su rápida reacción, asestándole un furioso mandoble al moro en la cara y espoleando a su corcél para ponerse a salvo en tierra cristiana...
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miércoles, 12 de marzo de 2008

Un día cualquiera en la Historia, II



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Los monjes iban a ponerse en marcha, pero uno de ellos, un burgalés de mediana edad, preguntó alarmado:

-¿Y la población? ¿Y los chipioneros?

El padre prior lo miró, resignado e impaciente.

-Cruzaremos la villa, e iremos pregonando la marcha. Que se unan, lo dejen todo y se pongan a salvo en Sanlúcar con nosotros. Los que no quieran, o no se enteren, que Dios los ampare. No podemos hacer nada más, ya es tarde para cualquier otra prevención. Ni siquiera hay tiempo apra rezar, los ingleses están aquí ya -los hermanos podían oír, en la lejanía, los tambores y el paso de miles de soldados marchando hacia Chipiona desde Rota -. Que cada uno rece lo que sepa para sí mismo, y que Dios nos ayude a todos.

Comenzaron a marchar, al principio ordenadamente. El grupo, no muy numeroso, fue saliendo por la puerta principal del convento, hacia la villa de Chipiona. Apenas un kilómetro separaba el convento de Santa María de Regla del pequeño núcleo urbano que se apiñaba en torno a la vieja parroquia de la O, la calle Larga, la plaza de abastos, el vetusto castillo, la Punta del Perro y el destartalado muelle. El camino era una vereda abierta entre viñedos y dunas, espectaculares cerros de arena fina y blanca coronados por verdes retamas, palmas y floresta atlántica y baja. Recibía, a la sazón, el nombre de Camino de Regla.

Los monjes, llevando a la Virgen casi en volandas y sin apenas tiempo para hablar y tomar resuello, a punto de salir a la carrera, llamaron la atención de los ingleses que aún quedaban guardando la flota anclada frente a Chipiona, despertando sus iras. Alún malintencionado buque incluso disparó varios proyectiles, sin demasiada intención ni brío, que levantaron largas columnas de espuma en la playa y algún que otro susto entre los atribulados agustinos.

Las cuatro compañías anglo-holandesas estaban ya metidas hasta las rodillas en el fango de la Laguna de Regla en el momento en que los monjes agustinos cruzaban Chipiona rumbo a Sanlúcar. Dicha Laguna era una amplia zona de marismas, barro, lodazales y terrenos arcillosos, recorrida por infinidad de riachuelos y arroyos, y rodeada por un grueso cordón dunar que la separaba de la playa, y un espeso pinar mediterráneo que la cercaba casi por completo. Era una depresión del terreno que se llenaba con las lluvias y servía de vivero y hábitat para multitud de especies animales y aves.

Y precisamente aquel año había sido bastante prolijo en lluvias, con lo cual la mitad de aquella milicia invasora se encontraba trabada entre profundos cañaverales y cenagosas marismas, entorpeciendo la marcha hasta el punto de pararla del todo. Los capitanes inglseses maldecían sus errores de cálculo. Habían sido tan arrogantes que no reconocieron el terreno previamente, considerando que la superioridad técnica, táctica y numérica tan abrumadora de su milicia era suficiente para sembrar el pánico en aquel pueblucho donde, según el alto mando británico, el único peligro eran unos quince curas desarmados que custodiaban un rico botín, o eso les habían contado.

Mirando a sus hombres chapotear lastimosamente en aquellas marismas, sin poder encontrar los caminos y veredas de tierra firme que les conducirían a Santa María de Regla, intentado que sus fusiles no se mojaran, los capitanes ingleses, colorados y sulfurados -en parte por el jerez y el fino que ya habían tomado en abundancia, y en parte por la humillante situación que estaban viviendo - se acababan de dar cuenta de que sí, se habían equivocado.
Cuando la comitiva de monjes y habitantes de Chipiona -todos estaban temerosos en la villa y siguieron sin rechistar las indicaciones de los agustinos, y se unieron tras la Virgen de inmediato- enfiló el camino de Sanlucar por Montijo, bajando a la playa aprovechando la bajamar, el rumor del ejército invasor dejó de oírse. El padre prior, volviendo instintivamente la cabeza hacia atrás, rogó a Dios que algo detuviera por un rato largo la marcha de los ingleses, sin saber que no fue Dios sino la torpeza y suficiencia de los mandos británicos la que le otorgó a él y a los chipioneros la pausa necesaria para alcanzar sin complicaciones la vecina Sanlúcar.
Allí encontraron la ciudad expectante y preparada, conocida de antemano la alarma. Los recibieron con los brazos abiertos en el convento de San Agustín, y los civiles fueron disponiéndose como pudieron por la ciudad, donde todos tenían familiares, amigos y conocidos donde quedarse.
El prior Augusto, sentado frente al río contemplando el atardecer, reflexionaba sobre el día que acababa. Habían salvado el pellejo, la Virgen y las alhajas del convento de Santa María de Regla por muy poco. Algo había retrasado a los ingleses. La providencia o la mala planificación de la marcha, intuía el agustino. El caso es que lo habían logrado, pero ahora tendrían que defenderse del ataque anglo-holandés a Sanlúcar. Chipiona sólo era una aldea más que saquear, con un monasterio que quizás pudiera resultarles interesante a los invasores. Sanlúcar era una plaza importante para hacerse con el control de la bahía de Cádiz, principal misión de la armada que Inglaterra y Holanda habían hecho anclar frente al convento de Regla y las playas de Chipiona, y que llevaba saqueando y asaltando Cádiz y sus pueblos adyacentes más de tres días.
Tras encontrarse la villa de Chipiona vacía y el convento aledaño solitario y sin ningún alma al que interrogar, torturar, robar o matar, las cuatro compañías anglo-holandesas recibieron la noticia de que un gran ejército de más de 15.000 hombres había llegado a Sanlúcar con el objetivo de expulsar a los ingleses de la bahía y aniquilar su flota. Pero esto ya es otra historia, y está en los libros, al alcance de quien se interese.
A principios de octubre de ese mismo año, tras finalizar la amenaza extranjera sobre Chipiona y su convento, la Virgen de Regla volvió a su tierra en solemne procesión por la playa desde Sanlúcar, en un hito histórico en el discurrir de los tiempos de esta localidad.

martes, 11 de marzo de 2008

Un día cualquiera en la Historia, I



El 29 de agosto de 1702 amaneció fresco, como suele ser habitual en los meses estivales. Al rayar el alba, el hermano Bartolomé, apostado en una pequeña garita situada en la azotea del convento de Santa María de Regla, aún bostezaba y se limpiaba las legañas de los ojos cuando casi cayó de espaldas, estupefacto, al observar desde el catalejo la espantosa visión: un nutrido ejército avanzaba desde el pinar de la villa a buen paso y perfecto orden, por el camino que cruzaba la Laguna de Regla hasta el convento. A medida que avanzaban por la vereda, el número y envergadura de la milicia se iba haciendo más diáfano, para mayor espanto del joven agustino. Cuatro compañías del ejército anglo-holandés se cernían como una sombra perversa sobre la villa de Chipiona y sus habitantes.

Llevaban tres días saqueando la bahía de Cádiz con el habitual estilo de aquellos piratas herejes y traidores. Habían tomado Cádiz tras desarbolar el castillo de Santa Catalina y exterminar a su reducida guarnición, y luego habían ocupado Puerto Real, el Puerto de Santa María y Rota, dejando a su paso el caos, el desastre y la ruina, y sembrando el pánico en las poblaciones del litoral que aún no habían sucumbido. Habían llegado a la bahía en una monumental flota de 180 buques de guerra, anclando justo en frente de Chipiona. El objetivo era someter Cádiz y sus proximidades en nombre del Archiduque Carlos de Habsburgo en una operación que se enmarcaba dentro de la Guerra de Sucesión que éste dirimía con Felipe de Anjou, nieto del Rey Sol francés, para hacerse con la Corona de España, vacante desde la muerte sin descendencia del último austria español Carlos III. España y su colosal imperio americano era un caramelo demasiado goloso para las potencias extranjeras que ansiaban hacerse con el emporio comercial de las Indias. Gran Bretaña y Holanda no permitirían que la Francia borbónica se adjudicara el trono español y lo convirtiera en un aliado contra ellos.

Por ello estaba el hermano Bartolomé en aquella garita aquella fría mañana de agosto. Recuperado del susto inicial, echó un rápido vistazo a la imponente flota enemiga que seguía anclada justo enfrente. Desde la playa se podían observar con todo detalle los poderosos buques de guerra ingleses. Sus estandartes, su velamen, los marineros trajinando a bordo de sus esloras. Incluso había días en los que el viento traía a la playa las voces en inglés de éstos.

El hermano Bartolomé bajó rápidamente y cruzó raudo las instalaciones del convento en busca del padre prior, y lo encontró despierto y totalmente preparado, aguzando el oído y convocando al resto de la orden en el claustro del convento.

-Están aquí, acaban de llegar a la Laguna.

-Pues hay que marcharse, y rápido. Dijo el prior Augusto, un leonés bajito y achaparrado, de mente ágil y verbo prudente. -El pueblo apenas cuenta con una mala guarnición, hay que ponerse a salvo. Partiremos a Sanlúcar de inmediato y sin demora. Reúne a los hermanos que aún sigan en sus celdas.

No tardaron mucho en reunir todo el equipaje necesario para el corto viaje que iban a realizar. La comunidad agustina que gobernaba el convento era pobre, y los hermanos apenas poseían pertenencias propias. En medio de la urgencia de la situación y la histeria colectiva provocada por la cercanía del ejército anglo-holandés, el prior y el hermano Bartolomé consiguieron mantener un mínimo orden en el grupo. Bajaron la sagrada imagen de la Virgen de Regla, imagen veneradísima y de gran reputación en el sur de España y que constituía el mayor tesoro del convento y del pueblo de Chipiona, y todos se congregaron en torno a ella, junto al viejo pozo del claustro. Como unos soldados que se apiñan en torno a su general antes de la batalla.

El padre prior se aclaró la garganta, y elevando la voz por encima de los murmullos de los nerviosos monjes, habló así:

-Hermanos, nos enfrentamos a una situación extrema y voy a ser claro: habrá que correr, y puede que mucho. 4 compañías de la armada anglicana vienen hacia aquí a buen ritmo, y puede que en este momento estén ya aquí mismo, en la Laguna, cruzándola. Ya sabemos cómo se las gastan estos herejes hijos de Lutero y enemigos de Nuestro Señor, así que no esperemos piedad.

A medida que hablaba, veía con satisfacción cómo los 14 monjes que lo escuchaban atentamente asentían a cada una de sus palabras.

-Saquearán, matarán y destruirán. Al vil modo de esos perros. No podemos defendernos, sólo nos queda la huida. El plan es este: llevaremos en procesión a la Virgen hasta Sanlúcar, allí nos acogeremos en el convento de San Agustín. Hay una fuerte milicia española en esa ciudad, estaremos seguros. La evacuación es la única opción. Hay que salvar la imagen de Nuestra Señora de Regla.


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viernes, 7 de marzo de 2008

El retorno a los orígenes


El discurrir de la Historia se asemeja singularmente a la trayectoria orbital de los planetas. Éstos, giran siguiendo su invisible e inescrutable órbita alrededor de un astro superior para, una vez terminado su recorrido, regresar al punto de partida y, inevitablemente, empezar de nuevo el cíclico viaje.

La Historia es cíclica. Hay hechos, casi siempre detalles nimios, triviales, que pasan inadvertidos para el ojo poco observador del común de los mortales. Imbuidos en una vertiginosa espiral de horarios, problemas, trabajo y locura, dejan pasar la ocasión de admirarse ante cosas que parecen del todo increíbles pero que demuestran que el ser humano forma parte de un todo inextricable, una estirpe natural dividida en un sinfín de linajes y razas que han sometido al mundo y al resto de sus habitantes, que se ha hartado de aniquilar y arrasar a sus propios congéneres, sin darse cuenta de que en el fondo todos somos los mismos, hijos de un mismo tronco, y hechos como el siguiente vienen a demostrar que, a pesar de todo, éste cúmulo de pasiones, locuras, razón, deseos, anhelos, frustaciones, fracasos, bondad y maldad que llamamos hombre quizá tenga todavía razones suficientes para seguir viviendo en este mundo.

Cuenta la leyenda que, allá por el año 1104 a.C., en el lugar en el cual Hércules venció a Gerión y separó África de Europa construyendo sus famosas Columnas, un grupo de navegantes fenicios procedentes de la lejana Tiro que lucían las enseñas de Tanit en sus velas fundaron una factoría comercial en aquel primitivo archipiélago que, siglos más tarde, se convertiría en pequeña penísula unida a tierra por un estrecho banco de arena. Los navegantes fenicios llamaron Gdr, "muro de piedra o recinto amurallado" en su lengua semita a aquella factoría. Con el paso de los años, y de los siglos, la pequeña colonia fenicia comenzó a emerger, al abrigo del floreciente comercio de estaño y cobre proveniente de las ricas rutas atlánticas y en vecindad con el mítico reino de Tartessos. Los fenicios, los mejores comerciantes del orbe y unos marinos excelentes, convirtieron a Gadir en su más esplendorosa colonia en el inexplorado y legendario territorio que los griegos llamaron Iberia, y la ciudad se fue convirtiendo paulatinamente en una referencia para griegos, romanos y cartagineses. Se irguieron templos en honor a Tanit, a Melkart... En su puerto descargaban las más necesarias y exóticas materias primas de la metrópoli, Tiro, de la que habían partido sus fundadores, y toda la colonia era un bullicioso y pintoresco microcosmos donde se podían escuchar a los marinos focenses hablar su griego asiático, a los hábiles comerciantes fenicios recontar sus mercancías en su semita particular, a los soldados de Cartago, hermanos de sangre de Fenicia, y así a representantes de todas las razas y estirpes que habitaban el fascinante Mediterráneo de la Antigüedad Clásica.

La fascinante Gadir atrajo a griegos, que la llamaron Gadeira, y luego pasaría a manos púnicas. Más tarde vendrían las poderosas águilas de Roma, y la herencia fenicia de Gades quedaría solapada por la de las diferentes culturas que se establecieron en las Columnas de Hércules, en el lugar donde el Mediterráneo se fundía con el Atlántico, pero quedando grabada de forma perenne e indeleble en el carácter y en la tradición de las gentes del sur de España.

Miles de años después, en septiembre de 2006, en la antigua metrópoli, Tiro, una guerra absurda ha destrozado el territorio de la antigua Fenicia. La ONU, como solución de emergencia, envió una fuerza internacional de interposición, los famosos cascos azules. Cientos de soldados de las naciones más poderosas de Occidente acudieron a la zona con el fin de pacificar el Líbano y amedrentar al grupo islámico Hiztbolá y controlar las acciones militares de Israel. A las playas, aeródromos y cuarteles del Líbano iban llegando progresivamente las distintas compañías y batallones de los ejércitos europeos.Un día soleado de septiembre, todavía con los bañistas disfrutando de la calma relativa, apareció en el horizonte una flotilla de barcazas de desembarco. A medida que se iban acercando a la playa, de las barcazas descendían zodiacs, vehículos anfibios, tanquetas y soldados. Ondeando sobre todos ellos, una bandera rojigualda. Entre los cientos de soldados españoles que desembarcaban ese día en Tiro, rumbo al cuartel más próximo, se encontraba un batallón completo proveniente de San Fernando, en Cádiz. Miles de años después, los hijos de aquella tierra que fue visitada por los navegantes fenicios, los hijos de aquella ciudad nacida bajo el auspicio de Tanit, emergida de las aguas por un grupo de comerciantes semitas, volvían de nuevo a la antigua metrópolis. Mientras los soldados de Gadir, ahora Cádiz, hacían mediciones y descargaban en la playa el material de guerra bajo la atenta mirada de los habitantes de Tiro, seguramente ninguno de ellos se daría cuenta del singular detalle. Pero ahí estaban. Devolviéndoles la visita, siglos más tarde, a sus padres fundadores. No podía ser de otra manera. Estaba escrito en el libro genético de la especie.

Seguramente ninguno de ellos sabe demasiado de Tiro, ni de Sidón, ni de Fenicia ni de Cartago. Pero en su carácter, en su forma de ser, en su idioma y en el fondo de su alma, la huella indeleble de aquellos hombres provenientes de las costas de Oriente Próximo está, escondida en el más inimaginable de los recodos de su ser.


Cuando aquel batallón de soldados españoles desembarcaba en Tiro, en el 2006, y los soldados saludaban a los niños libaneses más atrevidos, en el universo, allá donde mora el origen del orden natural de las cosas, un misterioso mecanismo cósmico, desconocido para todos, se puso de nuevo en movimiento.

lunes, 3 de marzo de 2008

Sobre parásitos, ladrones y demás gentuza

Como no todos los días se puede ser brillante y hay días en los que ni siquiera se puede intentarlo, el post que ahora escribo se lo voy a dedicar a un tema que me toca, de una manera descarada y especial, los cojones. Esto es, la payasada de las escuelas taller en Chipiona y toda la mierda que le rodea.

Con la autoridad que me he concedido a mí mismo puedo afirmar y afirmo que las escuelas taller son una puta mierda. Supuestamente, estos proyectos nacieron auspiciados por un ayuntamiento preocupado por el futuro laboral de una serie de jóvenes (algunos no tanto) que, después de haber abandonado sus estudios sin obtener la titulación mínima exigida (la ESO) se encuentran en una supuesta situación de desamparo social y profesional. Así pues, el plan consiste en organizar una serie de talleres de aprendizaje de distintos oficios manuales (albañilería, jardinería, mecánica, etc) donde a los alumnos, además de enseñarles las habilidades y vericuetos propios de la profesión elegida, se les paga, de forma simbólica, una cantidad que, en la mayoría de los casos, ronda la cifra en la que se sitúa el salario mínimo interprofesional en España. Así pues, cientos de personas en Chipiona se embolsan al mes cerca de 600 euros, básicamente, por tocarse los cojones a dos manos a cargo del erario público. Y le explico, amado lector solitario que aún sigues leyendo y no te has ido a perder tu tiempo en otro rincón del universo cibernético, porqué el pueblo de Chipiona no sólo consiente apáticamente sino que además aplaude el citado despilfarro pecuniario que conlleva la realización de este disparate.

A priori, el proyecto de crear unos talleres temporales, con una duración aproximada de 2 o 3 años, en los que gente sin demasiado futuro se dedique a aprender un oficio y remunerarles mínimamente por ello mientras construyen y arreglan determinadas zonas, plazas y jardines de la ciudad, resulta plausible y conmovedor. Pero cuando uno se acerca a la realidad, descubre que no, que todo es una grandísima farsa y que el quid se sitúa tras las bambalinas, en la tramoya de la plaza de la Iglesia. En el ayuntamiento y su equipo de gobierno socialista, para más señas.

La mayor parte de los empleados en estos talleres son jóvenes de entre 17 y 20 años, aunque muchos también son cuarentones que deambulan de un trabajo a otro y cuyo verdadero oficio, se podría decir sin tapujos, es parasitar a costa de las arcas públicas. Son gente que abandonó los estudios secundarios obligatorios por desinterés, apatía, ignorancia o todo a la vez. Personas abúlicas, analfabetas (aunque sepan escribir, más mal que bien), gente que ni siquiera es capaz de distinguir entre la derecha y la izquierda política, gente que cree que Napoleón fue el ganador de Eurovisión de hace tres años y que no posee ni el más elemental criterio ni capacidad analítica: en resumen, gente sin luces, borregos. Estas personas, debido a su fragilidad social derivada de sus nulas capacidades personales, constituyen el blanco más fácil para los políticos avispados que gobiernan Chipiona.

La cosa es fácil: yo, alcalde, te doy la oportunidad de sobrevivir en un mundo feroz donde la titulitis ha convertido la sociedad en una selva de competitividad extrema en la cual tú, que no tienes ni la ESO, ni piensas tenerla nunca, no tienes la más mínima posibilidad de sobrevivir. Así que, amigo, yo te ofrezco la posibilidad de emplearte en un taller municipal, de protegerte bajo el ancho techo de la autoridad, de reciclar tu vida y hacer de tí algo mínimamente de provecho, de darte a cambio un sueldo y, lo que es más importante, de darte al finalizar el proyecto un título que, al cambio, te permitirá subsistir, trabajar y vivir, al fin y al cabo. Pero claro, a cambio, tú, que para mí sólo eres un voto andante y parlante, vivirás eternamente agradecido por mi magnánima bondad y me demostrarás esa gratitud cada cuatro años, en las urnas, votándome. Simple y sencillo.

La perversión de este dislate radica en que el ayuntamiento pone las bases de dichas escuelas pero luego no se preocupa para nada de que los alumnos empleados sigan las normas y sean debidamente enseñados. En otras palabras: le dan los 500 euros a los chavales, les dice a tal hora en tal sitio, y si tú aprendes o no, a mí me la suda. Lo que importa es que me votes y tal. Con lo cual, personas de por sí vagas, maleantes y apáticas, encuentran el caldo de cultivo perfecto para su holgazanería, y no sólo eso, sino que además son conscientes de que han venido a dar con su Dorado particular: vivir sin trabajar y encima cobrando. Que esto sea pan para hoy y hambre para mañana les da igual. No tienen las luces suficientes como para vislumbrar lo que puede venir.

Con esto, el ayuntamiento logra su objetivo principal: asegurarse un electorado más o menos fijos, un saco de votos. Creando una esfera de estómagos agradecidos que orbitan a su alrededor, y estableciendo las bases de un sistema que alberga el germen de la destrucción de la democracia: un equilibrio entre autoridad y enchufados, donde todos saben que la caída de uno de los dos elementos arrastrará al otro. Si tú pierdes las elecciones yo pierdo mi trabajo. Es fácil. Y no sólo se aseguran el voto del interesado que "aprende" en una escuela taller, sino que además ganan muchos enteros para embaucar al entorno más cercano y personal del "alumno". Padres, hermanos, tíos y amigos están impresionados por la misericordia del ayuntamiento, que ha sacado a mi compi de la miseria y la precariedad laboral. Lo voy a votar, porque es un tío buena gente.

Las consecuencias, para los interesados y para la sociedad son nefastas. Este sistema contribuye a la corrupción de la democracia ya que el nepotismo y el enchufismo debilitan la sana meritocracia, la justicia, la equidad y la ética social en las que se debe basar cualquier sistema democrático serio. Luego, además, es una forma de manipular indirectamente unas elecciones, porque el que está en el poder abona el campo para desequilibrar la balanza electoral a su favor, ganándose de antemano a parte del electorado con estas prebendas tan cutres y caciquiles. Roban dentro de las instituciones. Roban con el urbanismo de por medio. Roban indirectamente. Y encima el pueblo les aplaude, y les concede mayorías absolutas. Sobre la conveniencia de las mayorías absolutas y sobre el criterio de los ciudadanos a la hora de elegir a sus representantes hablaré en otro momento.

Por si fuera poco, a los "alumnos" los sitúan en una situación comprometida. Además de convertirlos en borregos sin criterio ni análisis propio (aunque más bien esto ya lo son de nacimiento) los convierten en peleles al colocar su propio futuro inmediato al albur de unas elecciones inciertas, donde puede no resultar decisivo el haber creado una recua de monigotes con derecho a voto para ganar. Siempre hay factores incontrolables...¿en qué situación quedarían estos infelices si sus padrinos no ganan y salen despedidos del ayuntamiento?

Por último, pero no menos escandaloso (quizá más escandaloso que cualquier otro factor antes citado) es ver cómo estos sujetos, indocumentados y farsantes sociales, cobran 500 euros mensuales por no hacer nada. Por no aprender nada. Por sentarse de brazos cruzados viendo cómo uno hace el trabajo y el resto piensa en qué ropa se va a comprar con el dinero de todos los chipioneros. Es infame, que tiren nuestro dinero con la sonrisita bobalicona del infeliz que no sabe que es utilizado para ganar unas elecciones. En cierto modo me dan pena, no sólo asco. Son parásitos pero ni siquiera llegan a intuirlo. Si no fuera porque se visten, comen y se reproducen con mi dinero, me darían lástima.

Hoy quería hablar sobre ello. Me indigna ver cómo los políticos destruyen los cimientos de la democracia en España, y cómo "educan" a una generación inculta, analfabeta, que además se precia de serlo (ni saben, ni quieren saber). Lo peor de todo es que sobre esta generación será sobre la que se asiente la nación y su futuro. El mío y el nuestro, vaya. Una catedral cuyos pilares son de gelatina está destinada a acabar en ruinas. O mirando a La Meca, nunca se sabe. Yo mientras, me despacho a gusto aquí, ahora que nadie me ve. Sólo les diré que no cuenten conmigo, y que no lo hagan en mi nombre.

Como dijo un sabio, máteme, pero no me estafe.