Se vio, por un instante, embarcado en una de las carracas de los marinos cántabros mientras rompían con sus quillas reforzadas con acero la cadena y el puente de barcas que unían las dos orillas del Guadalquivir a su paso por Triana.
Pensó, con una mueca sarcástica de amarga resignación, en los rufianes y bravos de la hoja que sostuvieron con su sangre y su sacrificio un imperio, en medio del fango, la lluvia y la mierda de Flandes, a cambio de la ingratitud y la burla de una patria sin memoria. En los osados que, movidos por la fe de los desahuciados, descubrieron un Nuevo Mundo, un paraíso de oro e inmortalidad para mayor gloria de Castilla y León. Pensó en Cortés y en Pizarro. En Valdivia, Balboa, Almagro, Sandoval, Alvarado u Orellana. En los arrogantes, soberbios, hidalgos e hideputas hambrientos de oro y fama que desafiaron imperios ancestrales, ganaron ciudades legendarias, cruzaron cordilleras gélidas e infinitas, se abrieron paso a través de espesas selvas infectas de mosquitos y bestias diabólicas, y pusieron cabo a ríos semejantes a océanos, conquistando un continente a base de huevos y con cuatro caballos mal pertrechados. Siempre con la palabra España escrita en las cicatrices que atestiguaban siglos de lucha, vigilia y resignación, o escupida en maldiciones bíblicas.
Siguió pensando el sargento Bonifaz en todo lo que a él le infundía aquel templo en el que se encontraba. Un santuario que, rió para sus adentros, encerraba todo lo que él fue, y era. Toda su Historia genética y colectiva estaba grabada a fuego en aquellas paredes que retumbaban bajo el estampido de los cañones de la artillería mahometana. En aquella Baler asediada se refugiaban los tercos retazos de su memoria, que ahora veía ante sí, proyectados en el horizonte vidriado del rosetón, agujereado, de la bombardeada fachada neogótica donde se perdía su mirada: el color de su piel, su sangre, su mismo nombre. Sus padres, el suelo en el que dormían el sueño de los justos. El pasado. Aquellos que ocupaban, dueños casuales, un metro cuadrado de tierra foránea y que aún asían con las manos óseas, polvo de efímera existencia, el rosario de la Virgen de su pueblo por la que murieron defendiendo la que, según el cura de sus parroquias, era la verdadera religión…
-Veo que le cuesta aceptarlo, paisa. No complique más las cosas- Dijo el moro, reprimiendo una sonrisa siniestra al mirar de reojo las desarrapadas huestes del sargento Bonifaz. –Resistir es una temeridad. Estáis rodeados, esto es un sitio sin importancia- el gesto despectivo con la mano, englobando todo el interior del templo, reforzaban las palabras del mahometano. –Cádiz está a punto de caer, Jerez ya está en nuestras manos…no hay esperanza.
La voz sibilante del moro lo devolvió a la realidad. Estaba allí, sucio y grasiento, frente al altar. Frente a él. Sosteniendo amenazador un espléndido AK-47 de la nueva generación. A su alrededor, los 15 hombres que componían la minúscula milicia sarracena se esparcían por entre los escombros de las tres naves del luminoso santuario, manteniendo bajo su control a los pocos civiles españoles que aguardaban temerosos y sentados la decisión de aquel obstinado paisano suyo. “Civiles”…sonrió al pensarlo. Ya hablaba como si de verdad él fuese algún tipo de superhéroe militar, cuando no era más que un desgraciado sin instrucción, con un poco de amor propio y principios que había decidido empuñar un fusil porque le daba vergüenza ver a un puñado de moros fanáticos quemando Constituciones y banderas de su país, profanando iglesias, silenciando asambleas libres, pegando a sus mujeres y humillando a sus compatriotas obligándoles a arrodillarse ante otro dios lejano e iracundo. Y más vergüenza todavía les daban los que asistían al espectáculo sin mover un puñetero dedo para evitarlo.
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