martes, 29 de enero de 2008

Un relato épico, I


-Hemos esperado demasiado…demasiados siglos. Demasiada mierda. Ahora ha llegado nuestro momento…


El Sargento Bonifaz oía las palabras del oficial sarraceno como el que escuchaba llover. El parloteo sibilante del moro sonaba como un rumor lejano, insistente, en su cabeza. Como una letanía incomprensible e insignificante.


Su mente estaba en otra parte. Aquellas palabras amenazadoras, pronunciadas ante él por aquel rifeño bajito y de mirada insolente, habían empujado a su mente a vagar por un limbo perdido donde habitaban recuerdos, sensaciones, imágenes que le pertenecían, aún ajenas. De pronto se vio a sí mismo en la plaza del Triunfo en Sevilla, contemplando absorto la magna catedral y atendiendo a los salmos que se escurrían por las junturas de sus piedras viejas de siglos.
Se vio a sí mismo caminando por las cálidas dunas de las eternas playas de Cádiz, sintiendo en su piel el grato abrazo del sol invernal, a las 3 de la tarde. También vio, cual si tuviera delante, la dorada y salada línea raya del horizonte mediterráneo que lamía la costa desde Algeciras a Reus, en un abrazo eterno, inmortal.
Al tiempo que andaba bajo el calabobos constante de la brumosa tarde otoñal delante del Pórtico de la Gloria de Compostela, recordaba los viejos símbolos que un día significaron algo.

Las antiguas banderas, los ancestrales linajes, los inmortales cánticos de batalla, las gloriosas derrotas. La sangre reseca en las garras del viejo y cansado león hispano. Rememoró viejas historias dormidas en el papel quejumbroso de legajos que a nadie importaban ya. Leyendas enterradas en las dunas volátiles de un tiempo irrespetuoso con los héroes. Naranjos olorosos en el Patio de Banderas, leones coronados en azulejos ajados por el polvo y la lluvia en alcázares que se alzan como bastiones de la memoria, y el orgullo, perdidos.


Polvo de veredas inmemoriales, bosques de druidas atemporales, celtas emboscados en atalayas de la Historia, brillo apagado de broncíneos yelmos de Tartessos. Eco apagado y remoto del paso marcial de legiones imperiales, llegadas de urbes florecientes e inmortales.

Allí, de pie ante el moro arrogante, con la superioridad física que le daban los tres escalones del altar que había defendido a sangre y fuego durante una hora con la ayuda de su fusil, sus 13 camaradas y sus cojones –ayudado, eso sí, por la siempre útil ametralladora colocada tras el coro-, el sargento Bonifaz miró atrás de soslayo y observó la figura morena de la Virgen, madre natural, y pensó en todos los que habían muerto por ella. En cuántas guerras se habían librado, cuántas batallas se habían ganado y cuántas perdido en aquel solar pedregoso y bravío situado entre dos mares y dos continentes, y que algunos obstinados como él –rancios sin duda, fachas, le hubieran llamado en otro tiempo no muy lejano, cuando la amenaza aún era invisible para los imbéciles- seguían llamando España.


La suave brisa marina que se colaba por el pórtico abierto en el lateral del santuario, y que le permitía ver el océano lamiendo el muro anexo de la banda de la playa, le llevó de nuevo a perderse por el laberinto inextricable de la Historia soñada. Por los reinos fluviales del mítico Argantonio. Por la Itálica de los legionarios victoriosos de Escipión. Por el busto del emperador Trajano sobre el Palatino, en Roma. Los ejércitos de Fernando III el Santo a las puertas de Sevilla tras dejar ondeando a sus espaldas la cruz de Santiago en la Córdoba andalusí.
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