El 29 de agosto de 1702 amaneció fresco, como suele ser habitual en los meses estivales. Al rayar el alba, el hermano Bartolomé, apostado en una pequeña garita situada en la azotea del convento de Santa María de Regla, aún bostezaba y se limpiaba las legañas de los ojos cuando casi cayó de espaldas, estupefacto, al observar desde el catalejo la espantosa visión: un nutrido ejército avanzaba desde el pinar de la villa a buen paso y perfecto orden, por el camino que cruzaba la Laguna de Regla hasta el convento. A medida que avanzaban por la vereda, el número y envergadura de la milicia se iba haciendo más diáfano, para mayor espanto del joven agustino. Cuatro compañías del ejército anglo-holandés se cernían como una sombra perversa sobre la villa de Chipiona y sus habitantes.
Llevaban tres días saqueando la bahía de Cádiz con el habitual estilo de aquellos piratas herejes y traidores. Habían tomado Cádiz tras desarbolar el castillo de Santa Catalina y exterminar a su reducida guarnición, y luego habían ocupado Puerto Real, el Puerto de Santa María y Rota, dejando a su paso el caos, el desastre y la ruina, y sembrando el pánico en las poblaciones del litoral que aún no habían sucumbido. Habían llegado a la bahía en una monumental flota de 180 buques de guerra, anclando justo en frente de Chipiona. El objetivo era someter Cádiz y sus proximidades en nombre del Archiduque Carlos de Habsburgo en una operación que se enmarcaba dentro de la Guerra de Sucesión que éste dirimía con Felipe de Anjou, nieto del Rey Sol francés, para hacerse con la Corona de España, vacante desde la muerte sin descendencia del último austria español Carlos III. España y su colosal imperio americano era un caramelo demasiado goloso para las potencias extranjeras que ansiaban hacerse con el emporio comercial de las Indias. Gran Bretaña y Holanda no permitirían que la Francia borbónica se adjudicara el trono español y lo convirtiera en un aliado contra ellos.
Por ello estaba el hermano Bartolomé en aquella garita aquella fría mañana de agosto. Recuperado del susto inicial, echó un rápido vistazo a la imponente flota enemiga que seguía anclada justo enfrente. Desde la playa se podían observar con todo detalle los poderosos buques de guerra ingleses. Sus estandartes, su velamen, los marineros trajinando a bordo de sus esloras. Incluso había días en los que el viento traía a la playa las voces en inglés de éstos.
El hermano Bartolomé bajó rápidamente y cruzó raudo las instalaciones del convento en busca del padre prior, y lo encontró despierto y totalmente preparado, aguzando el oído y convocando al resto de la orden en el claustro del convento.
-Están aquí, acaban de llegar a la Laguna.
-Pues hay que marcharse, y rápido. Dijo el prior Augusto, un leonés bajito y achaparrado, de mente ágil y verbo prudente. -El pueblo apenas cuenta con una mala guarnición, hay que ponerse a salvo. Partiremos a Sanlúcar de inmediato y sin demora. Reúne a los hermanos que aún sigan en sus celdas.
No tardaron mucho en reunir todo el equipaje necesario para el corto viaje que iban a realizar. La comunidad agustina que gobernaba el convento era pobre, y los hermanos apenas poseían pertenencias propias. En medio de la urgencia de la situación y la histeria colectiva provocada por la cercanía del ejército anglo-holandés, el prior y el hermano Bartolomé consiguieron mantener un mínimo orden en el grupo. Bajaron la sagrada imagen de la Virgen de Regla, imagen veneradísima y de gran reputación en el sur de España y que constituía el mayor tesoro del convento y del pueblo de Chipiona, y todos se congregaron en torno a ella, junto al viejo pozo del claustro. Como unos soldados que se apiñan en torno a su general antes de la batalla.
El padre prior se aclaró la garganta, y elevando la voz por encima de los murmullos de los nerviosos monjes, habló así:
-Hermanos, nos enfrentamos a una situación extrema y voy a ser claro: habrá que correr, y puede que mucho. 4 compañías de la armada anglicana vienen hacia aquí a buen ritmo, y puede que en este momento estén ya aquí mismo, en la Laguna, cruzándola. Ya sabemos cómo se las gastan estos herejes hijos de Lutero y enemigos de Nuestro Señor, así que no esperemos piedad.
A medida que hablaba, veía con satisfacción cómo los 14 monjes que lo escuchaban atentamente asentían a cada una de sus palabras.
-Saquearán, matarán y destruirán. Al vil modo de esos perros. No podemos defendernos, sólo nos queda la huida. El plan es este: llevaremos en procesión a la Virgen hasta Sanlúcar, allí nos acogeremos en el convento de San Agustín. Hay una fuerte milicia española en esa ciudad, estaremos seguros. La evacuación es la única opción. Hay que salvar la imagen de Nuestra Señora de Regla.
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