La suave brisa que hacía ondear los pendones y los estandartes de los dos ejércitos era como una rayo efímero de frescura en medio de aquel desfiladero árido y asolado por el sol inmisericorde. Los cuernos de Hattin eran una caldera abrasadora donde las cansadas tropas del rey de Jerusalén esperaban, junto al pozo de agua salvador, órdenes de sus generales.
Irreductibles caballeros del Temple, junto a los célebres Hospitalarios, se agrupaban aquella mañana del 4 de julio de 1187 en orden de combate en la garganta de Hattin, cerca de Tiberíades, en Tierra Santa. Habían tenido que tomar el único pozo de agua disponible en la zona, a pesar del acoso de las huestes del Sultán de Egipto, el mítico Saladino. Ahora se encontraban cercados por el poderoso ejército del rey ayubí, encerrados en la ratonera que formaba el angosto espacio entre las dos escarpadas colinas de Hattin.
Sitiados y cerrada toda vía de escape, Guido de Lusignan, el rey latino de Jerusalén, se reunía con los caballeros cruzados más importantes de su ejército: Reinaldo de Chatillón y Raimundo III de Trípoli. El objetivo estaba claro, tenían que llegar a tiempo a Tiberíades para socorrer a la ciudad asediada. Para ello, deberían romper la barrera que Saladino había plantado ante el ejército cristiano en aquel desfiladero. Y para lograrlo, Guido de Lusignan contaba con la caballería de Raimundo III de Trípoli.
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Lope Núñez resoplaba sofocado bajo el yelmo de acero que le cubría la cabeza. Erguido en su cabalgadura, ataviado para la batalla, miraba atentamente las huestes sarracenas que se arracimaban, ansiosas de entrar en combate, detrás del pequeño riachuelo proveniente del pozo de Hattin. Observaba sus caras, morenas y negras, tostadas al sol, y recordaba la suya propia, igualmente moruna y bruñida por el calor de su Castilla natal. Había luchado desde que era apenas un zagal en la frontera con Al-Andalus, contra el enemigo ancestral, el moro. Había asaltado granjas, haciendas e incluso poblados, al amparo de la noche, junto a sus vecinos y hermanos, en las famosas y lucrativas incursiones relámpago que solían hacerse en las regiones fronterizas de aquellas tierras.
Se tanteaba ahora la cicatriz del costado. Fue en una de tantas correrías en suelo moro. Absorto y enfebrecido en la destrucción de un granero, no se percató de la presencia de defensores sarracenos hasta que uno de ellos le pasó el filo de su alfanje por el costado. La cota de malla lo salvó. Eso, y su rápida reacción, asestándole un furioso mandoble al moro en la cara y espoleando a su corcél para ponerse a salvo en tierra cristiana...
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