Definitivamente, tras ver, conocer y observar a muchas personas y sus actitudes, he llegado a la conclusión de que debo ser un bicho raro. Un freak, que llamarían ahora, aunque esa palabra resulta una simplificación demasiado genérica y superficial que viene de perlas en la sociedad en que vivimos. Como mucha gente, uno tiene sus querencias, sus manías y sus gustos personales, basados comúnmente en principios y aptitudes íntimas. Hay gente que tiene un reglamento con el que guiarse en la vida, y yo intento tener el mío. Una guía, una base, unos cimientos, unas reglas sobre las que edificar la propia personalidad. Sé que es bastante complicado ser coherente con uno mismo y con las propias normas, porque las circunstancias de la vida ponen a cada persona en filos demasiado ambiguos sobre los que moverse. No siempre se puede elegir. Pero yo pienso que, precisamente por esto, tener unas propias normas ayuda a decidir en según qué momentos. Este reglamento vital responde a cuestiones demasiado intricadas y enigmáticas, porque cada uno elige el suyo y muchas veces es difícil hasta para uno mismo explicarse el porqué. Y sobre todo, yo creo que el reglamento vital ayuda a definirse, consolarse o legitimarse ante uno mismo. A fin de cuentas uno es su principal juez. Los pensamientos y las opiniones sirven para reflejar una imagen determinada de cara a la galería; los actos sirven para definirse ante los demás y sobre todo ante uno mismo. Y tener unas normas siempre ayuda.
Por todo esto, creo que determinadas manías parten de este reglamento vital. Y una querencia mía es recordar. O más concretamente, rememorar, no olvidar, honrar episodios y héroes del pasado de mi Patria. Algo diferente, lo sé, para nada frecuente por estos tiempos de descaro, ineptitud, desidia, olvido, manipulación, ignorancia y analfabetismo que corren. Por eso hoy me ha dado por recordar a unos valientes que se jugaron los cuartos en las antípodas de su hogar, solos, desvalidos, olvidados e ignorantes de su situación real, cumpliendo con las órdenes que recibieron de unas autoridades que los olvidaron miserablemente mientras ellos luchaban por algo que ya no existía. Los últimos de Filipinas.
Desde el 1 de julio de 1898 hasta el 2 de junio de 1899, 50 soldados españoles al mando del teniente Saturnino Martín Cerezo resistieron de manera heroica el sitio al que fueron sometidos por tropas insurgentes filipinas en el que es considerado como último episodio de la triste Guerra Hispano-Estadounidense tras la cual España perdió sus últimos territorios ultramarinos, Cuba y Filipinas, a favor de la emergente potencia americana. Tras la derrota española en Cavite, por la cual perdía el dominio de Filipinas, la armada española era derrotada en la Batalla de Santiago de Cuba, perdiendo así ésta isla y los restos del antiguo imperio.
Pero el batallón español llevaba acampado en Baler, una pequeña aldea de la isla de Luzón, cerca de Manila, desde mayo, prácticamente incomunicado desde el primer día por la hostilidad creciente de los nativos filipinos que los obligaron a refugiarse en la iglesia del pueblo y convertirla en su cuartel y trinchera. Con lo cual, las noticias acerca de las rendiciones y derrotas del ejército español contra los EEUU les llegaban difusas, distorsionadas y poco creíbles. Aislados del mundo, sin saber que su gobierno los había abandonado a su suerte, el teniente Cerezo y sus conmilitones defendieron durante 337 días la bandera de la Patria en el destino que les había sido asignado, cumpliendo las órdenes recibidas y manteniendo la llama del honor y el orgullo del ejército español, sin saber que aquella vetusta y putrefacta iglesia era el último reducto que le quedaba al viejo y desgastado imperio donde nunca se ponía el sol.
Desconfiando de las noticias que les llegaban desde las tropas filipinas, ignorantes de la nueva contienda entre EEUU y la recién instaurada república filipina por el control del archipiélago, diezmados por el hambre, la escasez, el beri-beri que no cesaba de llevarse vidas españolas y el miedo, los hombres de Martín Cerezo resistieron tenazmente asaltos, granizadas de artillería enemiga y emboscadas. Confinados en el ruinoso templo de aquella aldea abandonada de la mano de Dios llamada Baler, lucharon no sólo contra las tropas enemigas, sino contra el miedo, el temor a las represalias, la desesperanza, las epidemias, la falta de higiene y la sospecha de que las nuevas sobre rendiciones y triunfos del enemigo no eran del todo inciertas. Sin poder salir al exterior para recabar más información fiable, el teniente Martín Cerezo tuvo que recomponer y guiar a una tropa exhausta, cansada de pelear contra un enemigo invisible que se refugiaba en la espesa maleza de la selva circundante. Durante el asedio, los españoles tuvieron que hacer frente a las bajas por disentería y beri-beri que mermaban sus fuerzas con cuentagotas; las deserciones de los más débiles y desesperados; la soledad del alejamiento; los cebollazos de la artillería tagala y el hacinamiento insalubre.
Pelearon cada palmo de aquella iglesia. Rechazaron cada petición de rendición con aquella altanería y arrogancia que les daba el orgullo de pertenecer a una raza que había construido y mantenido, durante 400 años, el mayor imperio que habían visto los siglos, solos y contra todos. Sólo la obcecación de una tropa analfabeta y contumaz, y la hidalguía de unos hombres que preferían la muerte antes que el deshonor de la rendición y la vergüenza de ver los estandartes patrios en manos del enemigo, consiguieron completar la proeza.
Después de rechazar asalto tras asalto y de hacer pequeñas incursiones en el pueblo para pertrecharse de víveres y munición, el teniente Martín Cerezo resolvió, tras contemplar incrédulo una noticia en un periódico que lograron conseguir del enemigo de cuya veracidad no dudaba, presentar una rendición honrosa. Se había convencido. En marzo de 1899 España había firmado, en París, el Tratado mediante el cual reconocía la soberanía estadounidense sobre Cuba y Filipinas. El viejo imperio se había desmoronado; se completaba el “desastre del 98”. El viejo y cansado león hispano se hacía a un lado, roto, herido y desposeído. Los 28 soldados, 1 teniente de artillería, 1 teniente médico, 2 cabos y un trompeta, arriaban la agujereada y chamuscada bandera rojigualda del destrozado campanario de la iglesia de Baler, y tras presentar la rendición a las tropas filipinas de Aguinaldo "En Baler a 2 de junio de 1899, reunidos jefes y oficiales españoles y filipinos, transigieron en las siguientes condiciones: Primera: Desde esta fecha quedan suspendidas las hostilidades por ambas partes. Segunda: los sitiados deponen las armas, haciendo entrega de ellas al jefe de la columna sitiadora, como también de los equipos de guerra y demás efectos del gobierno español; Tercera: La fuerza sitiada no queda como prisionera de guerra, siendo acompañada por las fuerzas republicanas a donde se encuentren fuerzas españoles o lugar seguro para poderse incorporar a ellas; Cuarta: Respetar los intereses particulares sin causar ofensa a personas". Embarcaron, rumbo a España, con el respeto de una comunidad internacional asombrada y la reverencia y protección de una república filipina contra la que había combatido pero que les reconocía, al final, su valor, su estoicismo y su proeza.
Está bien, de vez en cuando, recordar este tipo de cosas que ahora no interesan a nadie. Pero para mí, que sé quién soy, de dónde vengo y cuál es la memoria genética de la raza cuya sangre circula por mis venas, estos hechos constituyen dos cosas: la prueba evidente de la necedad, incompetencia y mala leche secular del país donde vivo, y la mayor prueba de hidalguía que, paradójicamente, este mismo pueblo al que pertenezco es capaz de demostrar, como así atestigua la Historia. Unos hombres, vendidos por su propio gobierno y autoridades, olvidados por sus propios compatriotas, combatieron durante casi un año solos, aislados, hambrientos y en unas condiciones deplorables, porque ése era su deber, ni más ni menos. Para con España, para con sus paisanos, y para con ellos mismos. Es fácil ponerse en el lugar del teniente Martín Cerezo, y es fácil también adivinar la sonrisa amarga, lúcidamente agria y resignada que esbozaría su rostro curtido y ajado por el sol tropical cuando, tras pensar y creer firmemente que “nunca un ejército evacuaba un territorio abandonando a tropas comprometidas en acción de guerra” al ver que, efectivamente, habían peleado, sufrido y muerto por nada. Y más fácil aún es intuir la desesperanza que embargaría a los héroes al comprobar que, al volver a su Patria, nadie les reconocía sus méritos, y muchos de ellos acabarían sus días mendigando en pórticos de iglesias, muriendo olvidados y sin honor.
Aquella iglesia de Baler, aquella parcela de terreno húmedo, cenagoso y tropical de la isla de Luzón, al lado de Manila, fue, durante un año, el bastión definitivo, el pedazo de tierra defendido a sangre y fuego sobre el que siguió ondeando la bandera de Castilla y León mucho tiempo después de que el imperio donde no se ponía el sol, el imperio de Isabel y Fernando, de Carlos y Felipe, de los Colón, los Pinzones, de Pizarro y Cortés, de Orellana, Valdivia, Lope de Balboa y Elcano, hubiera caído. Los restos de una nación que había subyugado al mundo, descubierto un nuevo continente y abierto minas de oro, plata y culturas, siguieron ondeando en esa bandera rota, deshilachada y ennegrecida, durante casi un año después de su extinción, como el pollo descabezado que sigue corriendo con la inercia que le da la sangre que aún vive. Aquellos hombres fueron la sangre, honesta, cumplidora, leal hasta el final. Hasta que no quedara nada, ni nadie. Hombres abandonados por unas autoridades inútiles e ineficaces, víctimas del retraso y cerrazón de una nación reaccionaria, cerrada en sí misma, oxidada y que colgaba todavía de los andamios del catolicismo más recalcitrante y oscuro, el tradicionalismo y el subdesarrollo material y espiritual más degradante. La misma Patria que aún creía vivir en unos tiempos que había pasado hacía siglos, y que combatía con buques de madera frente a poderosas armadas de acorazadas y modernas. La desgracia de una nación trágica, encarnada en aquellos valientes, que lucharon, murieron y sobrevivieron en Baler, en aquella iglesia (no podía ser de otra manera) luchando con la dignidad y el valor de los vencidos, por decencia, y porque quedaba feo y deshonroso entregar unas insignias y volver a España con la cabeza baja. Los últimos de Filipinas.
Valga este modestísimo homenaje a estos tamaños héroes de la nación española. En un país donde se veneran, se nombran calles, plazas y parques a padres de patrias ficticias, a Blas Infante, Luís Companys, Sabino Arana y similares personajes, que sirvan estas líneas como tributo y llama perpetua para los hombres de honor que defendieron la bandera de España en la iglesia de Baler durante 337 días sin esperanza, ayuda ni gloria.