jueves, 24 de abril de 2008

Un día glorioso, I


Salieron a la carrera, desde los cerros, engullendo a la velocidad del rayo los metros que los separaban de la orilla. Eran 93, todos vecinos de la villa, prácticamente todos los hombres en edad de combatir. Habían estado esperándolos durante toda la noche, relevándose en sus guardias a lo largo de la costa chipionera, desde Regla hasta Montijo. Desperdigados entre las dunas, apostados bajo las frondosas retamas, con los arcabuces y las viejas ballestas oxidadas a punto.

Chipiona llevaba varios días en alerta. Habían llegado rumores y noticias de ataques de piratas berberiscos a distintos puntos de la bahía de Cádiz. Las mujeres, los ancianos y los niños habían marchado rumbo al pinar, lejos de las playas, escondidos en chozas y cabañas temporales al abrigo de la espesura del bosque. Todo hombre con posibilidad de empuñar un arma llevaba días emboscado en el cordón dunar que protegía la villa. Y tras una tensa espera, por fin llegaron.

Eran tres bajeles berberiscos de vela latina, que aparecieron en el horizonte, hacia el este, al rayar el alba. La artillería de las naves, desde lejos, parecía menor, pero aun así, imponente. Las intenciones con que llegaban no hacía falta adivinarlas: entrar con poca gente pero profesional, asolar con lo que se pueda, saquear, destruir y matar a todo el que se ponga por delante, y huir tan rápido como se vino.Los paisanos llegaron chapoteando entre las lagunas del corral, y se apostaron todos contra las húmedas paredes de roca del mismo. Habían rezado mucho ante la Virgen de Regla para que los piratas berberiscos llegaran en días de bajamar, porque de lo contrario cualquier posibilidad de defensa y lucha hubiera quedado descartada, y sólo la evacuación total del pueblo los hubiera salvado del saqueo y la destrucción.

Los tres bajeles llegaron por donde tenían previsto, y los hombres se desplegaron según lo convenido. Sabían que estaban arriesgándose demasiado; la apuesta era muy alta y muy osada, pues hasta el momento ninguna villa se había atrevido a plantar cara a las incursiones esporádicas de los piratas de Berbería. Ellos se lo estaban jugando todo, habían apostado fuerte y estaban decididos a ganar.

Habían colocado una pequeña y vieja bombarda, que todavía funcionaba, en lo alto del cerro que coronaba la Punta del Perro, a la espalda del antiguo y destartalado faro. Cinco parroquianos, los más hábiles y diestros a la hora de apuntar y tirar, la manejarían. El objetivo era cubrir a los defensores de vanguardia, la primera línea, los valientes que iban a recibir a pie, arcabuz y mosqueta en mano, a los bajeles piratas, respaldados por las sólidas paredes de los corrales y el impreciso fuego de la bombarda situada más arriba.

El plan de batalla, ideado en tres noches de exaltación tabernaria en el garito que servía como centro de reunión social en la pequeña aldea de pescadores y campesinos que era Chipiona, consistía en aprovechar que los buques enemigos tenían que pasar forzosamente, debido a la jocosidad y complejidad de la rada del pueblo, justo por delante de los grandes corrales para llegar a la amplia playa de Regla, donde los piratas tendrían una gran cala para anclar y desembarcar. Los chipioneros debían aprovechar lo accidentado de la bahía y la posición de tiro tan excelente que les ofrecían las paredes de los corrales de pesquería para apostarse y acribillar a ballestazos, tiros de arcabuz y pedradas a los barcos, y provocarles el máximo daño posible. La bombarda era el complemento ideal (la habían sacado de la caseta del guardamarina, nadie había reparado en ella hasta que la amenaza de la incursión pirata había sido inminente): tenían balas contadas, de los tiradores dependía que los berberiscos llegaran a Regla con más o menos daño.

La otra parte era la más delicada, y la que implicaba a más gente. Todos sabían que el envite de los corrales tan sólo atrasarían a los bajeles enemigos, pero que éstos llegarían a la playa principal, y desembarcarían. Allí entraba la parte más sanguinaria y difícil del plan: habían sembrado, durante 3 días y sus respectivas noches, las arenas de la playa de Regla de trozos de cristales, vidrios, metales oxidados, pinchos, y cualquier objeto pinchante y contundente, creando una especie de campo minado que dificultase la llegada de los piratas a tierra firme. Como cubrir un espacio tan amplio era imposible, detrás de los cerros y de las retamas llenas de dunas esperarían a los invasores unos 50 paisanos armados con todo tipo de objetos hirientes: biergos, tridentes, hoces, martillos, guadañas, palos, lanzas, y cañas con navajas incorporadas a modo de bayonetas improvisadas, que, en el caso de que los piratas berberiscos lograran superar la arena sembrada de hirientes cristales.

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