jueves, 1 de mayo de 2008

Un día glorioso, II


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Los bajeles estaban acercándose cada vez más a las últimas lajas que conformaban la parte más lejana y profunda del corral. Los paisanos se distribuyeron en un número adecuado por entre las rocas, que les tapaban casi hasta la cabeza y les ofrecían numerosos salientes y portillos por donde apuntar y disparar. Ya podían ver las caras atezadas de los bucaneros de la Berbería, sudando atareados en las difíciles maniobras que debían ejecutar para no encallar en aquellas aguas peligrosas y poco profundas, plagadas de piedras y recovecos mortales. De pronto una voz surgió entre los paisanos, y todos a una se izaron sobre la pared del corral, apuntaron y en menos de un avemaría descargaron una linda granizada de arcabucería sobre las cubiertas de los tres barcos piratas, que prácticamente distaban del corral unos 20 metros o menos. Las caras de espanto de los marinos enemigos era indescriptible: no esperaban encontrar resistencia y muchísimo menos en aquel lugar tan insospechado. La aparición de una multitud de campesinos y marineros escondidos tras las rocas de aquellos corrales supuso toda una sorpresa, y bien que lo aprovecharon los chipioneros para cargar a la velocidad del rayo y volver a lanzar otra andanada de fuego que barrió otra vez las cubiertas de los piratas, dañando el velamen y haciendo saltar astillas por doquier, sin que los invasores pudieran hacer otra cosa que correr y esconderse. Los paisanos contaban con que los piratas no utilizarían sus escasos cañones contra un enemigo invisible y desperdigado. No malgastarían sus pocas balas estrellándolas contra muros de piedra y agua. Y efectivamente no lo hicieron.

Los tres bajeles, que hasta el momento habían navegado en compacta unidad, se fueron separando tras el primer arreón. El primero habían casi conseguido salir del ángulo de tiro de los corrales, aproximándose alarmantemente a la playa de Regla. El segundo, cuyo palo mayor estaba bastante dañado por un certerísimo tiro de la bombarda (la habían colocado a favor del viento y el tirador principal, que había servido en artillería durante algunos años, habían estado soberbio en el tiro) parecía tener dificultades para mantener el rumbo, y el tercero parecía haber tocado con la quilla en una roca y no avanzaba. Sobre él se centraron las sucesivas descargas de arcabuces, ballestas, arcos artesanos y piedras con honda de unos paisanos cada vez más entusiasmados. Los más temerarios incluso se habían subido en lo alto de las paredes de roca de los corrales y lanzaban a pecho descubierto sus artefactos. La tripulación del tercer barco, incapaz de devolver el fuego a causa de las numerosas pequeñas averías que les estaban causando en el casco la granizada chipionera y apenas sin poder asomar la cabeza por una cubierta que estaba siendo barrida, parecía haberse esfumado en las entrañas de su ligera nave.

-¡Raaaaaaaca, raaac, raac, raaaaaaaaaaaaaca! Zumbaban los proyectiles, virotes, pedruscos y cristales desde la primera línea de escollera del corral hacia los barcos. Se veían volar las astillas del maderamen del barco al impactar, humo, gritos ahogados, maldiciones y sangre.

Empezaron a volar las botellas llenas de aceite hirviendo, forraje y fuego, que las mujeres de la aldea habían estado elaborando cuidadosamente días antes. Desde la orilla iban llegando, como en una cadena larga de colaboración mutua y eficaz, nuevas municiones, nuevas armas con las que herir a poca distancia y nuevos pertrechos para los guerreros que se batían en primera línea. Arañándose con las piedras ostioneras, resbalando, con el agua por los tobillos y las ropas remangadas, campesinos, labradores, pastores, marineros y artesanos, defendían, inexpertos pero valerosos, su territorio de los invasores. Al contrario que todas las poblaciones vecinas, cuando ellos habían recibido el aviso de próximos ataques piratas en la zona, no habían renunciado a pelear, en lugar de marcharse y dejarles el campo (sus casas, sus fincas, sus tierras) libre a los piratas. Ni siquiera la comunidad de agustinos que residía en el convento de Santa María de Regla, adyacente al pueblo y donde se guardaba y veneraba a su santa patrona, habían confiado en ellos. Los habían tildado de locos, suicidas y temerarios, y se habían marchado a buscar refugio a Sanlúcar, donde estarían protegidos por fuertes muros y gruesa y preparada milicia. El pueblo les había negado la posibilidad de llevarse consigo a la Virgen, la cual, escondida en un improvisado altar en la casa del patrón principal de la marinería local, velaba por su pueblo que se batía a cara de perro en sus corrales, plantando cara a un enemigo voraz.

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