La brisa que refrescaba la calurosa noche estival le alborotaba un tanto la pequeña melena, pero a él eso no le importaba. Es más, su aspecto físico, en aquellos momentos, era la menor de sus preocupaciones. Aquella suave y húmeda brisa que emanaba del Egeo le parecía una caricia que la diosa Atenea le dedicaba para consolarlo de alguna manera en aquel durísimo trance en el que se encontraba. No sólo el, sino el resto de sus conciudadanos atenienses. Pero él, el gran y ambicioso Temístocles, el hijo de Neocles, además de ateniense, era el comandante supremo de la confederación de ciudades de la Hélade. Y sobre sus hombros recaía la pesada carga del liderazgo de sus compatriotas en la lucha feroz, a vida o muerte, contra el invasor medo. Y eso le hacía aún más profunda la herida que la visión que en ese preciso instante contemplaba desde aquel apartado peñasco de la bahía nororiental de Salamina fuese más aguda, más sangrante, más insoportable.
Delante de él, en la otra orilla de aquel angosto paso de mar entre Salamina y el Ática, se abría una visión terrorífica. Con toda claridad y cercanía se podían apreciar incluso los detalles del humillante espectáculo: Atenas, la joven democracia ática, el faro de Grecia, estaba siendo devastada por las hordas del ejército persa. Los soldados del gigantesco y pavoroso ejército del Gran Rey se entregaban al saqueo y la destrucción con avidez y despecho. Rencoroso despecho. Los templos sagrados, la acrópolis, eran expoliados con saña, reducidos a polvo y llamas. Atenas, la gran ciudad que había derrotado gloriosamente al inconmensurable Imperio Persa años atrás en Maratón, estaba siendo borrada de la faz de la tierra, sin misericordia, sin perdón, por la iracunda mano de Jerjes II.
Una terrible angustia oprimía el pecho del gran Temístocles. Ira, vergüenza, cólera, humillación y tristeza se mezclaban en su alma. Aún en la oscuridad se podían vislumbrar, gracias a los tenues halos de luz procedentes de la acrópolis ateniense en llamas, a cientos de compatriotas que, como él, se asomaban entre las rocas de la costa de Salamina para asistir a la bochornosa destrucción de su patria. Y esto lo laceraba aún más, porque él, Temístocles, había obligado a sus conciudadanos a abandonar sus casas, sus campos, sus talleres y sus templos, para ponerlos a salvo en la isla vecina. Él, como autoridad máxima en la ciudad, había asumido en sus hombros la monumental responsabilidad de la salvación de su patria. Ahora, aquellos atenienses que al día siguiente lucharían por su supervivencia en las aguas que servían de espejo de la masacre adyacente, contemplaban cómo sus hogares, las tumbas de sus ancestros, los templos donde rezaban, los teatros en los que se divertían y emocionaban, en definitiva, el lugar donde habían nacido y muerto sus padres y ellos mismos, era asolado por la horda asiática que anhelaba la destrucción completa de la Hélade.
Temístocles pensó para sí que ahora todos eran conscientes de que, por primera vez en su Historia, la patria no era ni la tierra ni las rocas de Atenas, ni sus campos, ni sus puertos, ni sus calles ni sus ágoras. La patria, en aquellos cruciales momentos, residía en las personas, porque, literalmente, en ellos pervivía la llama de una ciudad que estaba siendo aniquilada. Y esto lo llenó de orgullo y de decisión: sus compatriotas, sus amigos, sus familiares, sabían que en el día que se acercaba lucharían a vida o muerte, a una sola carta. La supervivencia o la extinción. Pero, ¿qué sentían allí, aquella noche, aquellos hombres que no sabrían si verían el atardecer del día siguiente? ¿qué sentían al ver su hogar, el sitio donde habían pasado toda su vida, donde habían nacido, donde se habían criado, donde habían sufrido y gozado, donde se habían enamorado, donde habían perdido y donde habían ganado? ¿qué sentían al ver que la tierra donde sus padres dormían el sueño eterno estaba siendo anegada por el odio y la sangre de los monstruosos invasores? Temístocles lloraba, de pena, pero también en su estómago se abría el hormigueo habitual cuando uno se enfrenta de repente al vacío, sin red, y tiene que saltar sobre el abismo sin adivinar dónde está el otro lado.
¿Y si perdían? Temístocles, y con él Atenas entera, se lo habían jugado todo a la batalla naval con las fuerzas de Jerjes, infinitas en número pero que afrontarían la pelea en el estrecho brazo de mar que separaba Salamina del Ática, donde la inferioridad numérica de los griegos era suplida por su pericia y por el arrojo de unos hombres sabedores que luchaban por su vida. Era vencer o era morir. Y todo el peso recaía en él, en un solo hombre, en el más valiente, el más decidido y el más audaz de los atenienses. Pero incluso aquella noche, el hijo de Neocles dudaba, y sufría.
Aunque fuera difícil abstraerse del drama que se representaba ante sus ojos, Temístocles sabía que no sólo la supervivencia de Atenas danzaba sobre el filo de una espada. La imparable marea procedente de Asia que era el Imperio de Jerjes no pararía hasta subyugar a la Hélade entera, y si caía el Ática, con Atenas a la cabeza, el Peloponeso sucumbiría, tarde o temprano. A pesar de la irreductible Esparta y sus míticos guerreros invencibles. Y tras la Hélade, caería Occidente, eso lo tenía muy claro. Sus costumbres, su religión, sus dioses, sus tradiciones, su lengua, su sistema de leyes y vida, y en definitiva, todo lo que significaba ser griego, serían sepultados bajo el polvo del olvido y las cenizas de la derrota. ¿Cómo sería el mundo bajo un Imperio de los medos? ¿Qué sería de Italia, o de la lejana y exótica Iberia? ¿Qué sería de sus hijos? Combatían por la libertad y por lo que eran. Y todo esto angustiaba aún más a Temístocles, quien aquella infausta noche se había permitido a sí mismo abandonar por un momento la máscara de seguridad y osadía que mostraba ante su pueblo y ante los demás líderes helenos, y expresar, aunque fuese íntimamente, sus verdaderos sentimientos.
La espantosa visión de su ciudad en llamas lo hacía temblar de miedo, rencor e ira. Los gritos obscenos de los saqueadores iránicos retumbaban en las seculares piedras de la acrópolis, viejas de siglos. Podía ver, desde su anónima atalaya, los alaridos desesperados de los sacerdotes y guardianes de los tesoros de los templos, que habían preferido morir defendiendo a sus dioses que ponerse a salvo y abandonar sus santuarios. La brisa que lo refrescaba también le traía, como una música infernal, los estallidos de las estatuas de los dioses, de sus dioses, que rodaban, profanadas, por las calles de una Atenas entregada al salvaje pillaje de sus ocupadores persas.
Curiosamente, en esos momentos las retinas de Temístocles se inundaban de lágrimas en las que iban grabadas imágenes y momentos de su infancia: las esquinas en las que había jugado, luchado y gozado con sus amigos de siempre, ahora caían bajo la impune mano del invasor asiático, añorando aquellos ratos en los que los niños atenienses jugaban a su abrigo. Las escalinatas de los templos donde había robado besos y juramentos de amor eterno estaban ahora llenas de la sangre y el barro de los muertos. ¿Dónde estaban los dioses ahora? ¿Dónde estaba Atenea, la diosa madre, la fundadora? ¿Podía asistir impertérrita a la destrucción ignominiosa de su patria? ¿Podía asistir al sufrimiento de sus hijos sin conmocionarse lo más mínimo? El humo de las llamas ascendía hasta el firmamento lamiendo las estrellas tras las que parecían haberse escondido aquella jornada los terribles dioses de los griegos, quienes por vez primera sentían el miedo mortal de sus protegidos, y callaban.
Se oía alguna maldición entre los hombres que miraban todo aquello esparcidos entre los matojos. Pero eran lamentos aislados, fruto de la rabia incontenible. La mayoría lloraba quedamente, y la luz de la luna, fugazmente, alumbraba sus caras surcadas por lágrimas de profundo dolor. Sus mujeres y sus hijos estaban a salvo de momento, pero todo dependía de lo que sucediera mañana en aquella incierta cita sobre los trirremes. Temístocles los miró y, aguijonado por el dolor de sus compatriotas, decidió retirarse a su tienda antes de que sus ayudantes advirtieran su ausencia y se preocuparan. Mañana iba a ser un día sublime.
Se levantó y miró por última vez al frente. La Historia los contemplaría mañana. Y, aunque él sólo lo intuyera, los hijos de los hijos de los hijos de aquellos que mañana iban a luchar, recordarían el nombre del gran Temístocles, el hijo de Neocles, así como el de todos aquellos que lucharon y murieron por la libertad y por su identidad. Y no sólo serían recordados, sino que, aún más, serían admirados por todas las generaciones futuras hasta que la tierra sólo sea polvo en el inabarcable universo.
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