martes, 9 de septiembre de 2008

El increíble deseo, de querer perdurar


Desde los albores de la Historia, cuando el hombre nómada empezó a ser consciente de su condición racional y empezó a plasmar sus inquietudes y sensaciones en las paredes de remotas cuevas con barro y arcilla, el ser humano se viene planteando, de forma continua y metafísica, cuestiones que se revuelven inquietas e inciertas en su mente.
Desde tiempo inmemorial, en cualquier época y situación, en todas las civilizaciones y en cada una de las culturas propias de la diversidad de razas y estirpes en que se divide el ser humano, preguntas sin respuesta acucian al hombre: ¿quiénes somos? ¿de donde venimos? ¿porqué estamos aquí? ¿hacia dónde vamos?

La certeza de una muerte inexorable e ineludible ha marcado al hombre siempre, y ha orientado sus pasos en la vida de forma que, en casi todas las culturas, la experiencia vital del hombre ha estado encaminada hacia una posterior vida eterna al lado de los dioses inmortales. De una forma u otra, con los preceptivos matices, ésta ha sido la idea general que ha guiado la existencia de la mayor parte de los hombres durante toda la Historia. Así pues, la muerte ha sido la referencia, el hecho natural en torno al cual el hombre lo ha vertebrado todo, en la tierra, con la esperanza de obtener la recompensa futura en los cielos.

Pero al mismo tiempo, y sobretodo cuando el hombre se encamina hacia la recta final de su vida, surge, indefectiblemente, la sensación, el deseo, el anhelo, de mirar hacia atrás y comprobar la huella que se deja en el mundo. Anida en el espíritu humano el sueño de perdurar en la memoria colectiva después de la muerte. Es algo consustancial e inherente a la condición humana. Desde la vejez, el hombre reflexiona sobre lo que deja, sobre su vida y su obra, sobre lo que hizo y pudo hacer. Alcanzar la posteridad, ser recordado de forma perenne en el imaginario colectivo de su país, o, ambición para los más osados, permanecer indeleblemente en el recuerdo, sobresalir en el caudaloso río de la Historia. Vencer a la muerte. Éste es el sueño de todo ser humano, desde la más humilde condición hasta los más altos y principales hombres de la sociedad.

Ante esta quimera, se planta, cual muralla inaccesible, la ignominia que conlleva pertenecer al común de los mortales. De los millones de habitantes del planeta tierra, sólo unos miles alcanzan una fama más o menos efímera. Y de éstos, tan sólo unos pocos alcanzan la categoría de grandes hombre, la fama universal e imperecedera. En la época actual es mucho más complicado si cabe alcanzar esa gloria eterna, ya que el tiempo de las grandes gestas, de las heroicidades épicas, de las batallas gloriosas y de las conquistas trascendentales ya pasó hace mucho. Durante el transcurso de la Historia, gentes de la más baja condición tuvieron la oportunidad de ganar guerras, liderar ejércitos, conquistar la gloria y la fama asaltando imperios a punta de lanza.
Ahora, el hombre moderno siente la resignación propia de los más humildes que durante todas las épcoas veían que, subyugados ante los privilegiados, la gloria jamás les pertenecería. Pero a diferencia de éstos, el final de la lucha entre clases como motor de la Historia les ha cerrado el paso hacia la fama imperecedera. La certeza de que, cuando la muerte nos alcanze, tan sólo seremos fríos números y nuestra memoria será olvidada en dos o tres generaciones, es inevitable. Nada de nuestra vida, nada de nuestras obras, buenas o malas, nada de lo que somos, hemos sido o seremos, será recordado cuando la última palada de tierra caiga sobre nuestra tumba. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

Por este motivo, emperadores, reyes, emires, califas, generales, gobernantes, cardenales, obispos, conquistadores, erigieron monumentos, estatuas y lápidas conmemoratorias de sus victorias y gestas. Pero sólo a unos pocos, hombres irrepetibles y grandiosos, en sus miserias y en sus gestas, les está otorgado el don de la perpetuidad. Hombres que forjaron algo más que imperios o reinos; sentaron las bases de unas culturas, de unos caracteres propios, expandieron unas formas de vida que han perdurado per secula seculorum en la organización y en los sustratos más básicos de las naciones modernas.

Por eso son y serán recordados siempre, y en los libros y en las leyendas que manan del imaginario y la memoria colectiva de la gente, perdurarán. Por los siglos de los siglos.
Pero el resto, los millones de personas anónimas, cifras y números en las estadísticas, mano de obras y carne de consumismo, tenemos el derecho de soñar. Soñar que, en algún lugar perdido del orbe, en algún confuso rincón de la memoria evolutiva de nuestra especie, en una apartada dimensión desconocida de la realidad, quizás en otra época, algo de lo que somos y hemos dejado como testimonio de nuestra presencia fugaz en esta tierra quede impreso, en el fabuloso libro de la vida.

Como escribió Horacio, non omnis moriar. Mi obra me sobrevivirá. No moriré del todo.

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