jueves, 25 de septiembre de 2008

Las reglas del juego

Es espantosamente real. Una de las pocas, quizá la única, certeza irrebatible que tenemos las personas en este mundo. Y asusta darse cuenta de lo frágil que somos cuando, en un momento, en un instante, en un segundo, pasas de estar a no estar. Tan fácil como eso. Y ya está.

Uno está vivo hasta que deja de estarlo. Parece una obviedad, pero de un tiempo a esta parte parece que el ser humano ha ido olvidando esta máxima que la vida, de golpe y en el momento menos esperado, se encarga de recordarnos, invariablemente. Con una brutalidad que espanta. No es el destino, ni la fortuna, ni la providencia. Es la vida, sencillamente. Las reglas tácitas de esta partida de ajedrez que jugamos los hombres. Están y estuvieron siempre ahí pero las hemos olvidado. Y cuando nos toca, descubrimos de pronto que fuimos ingenuos y estúpidos al creernos inmortales y pensar que esas reglas ya estaban desfasadas.

El hombre moderno ha alcanzado tal grado de progreso y desarrollo científico y técnico que nos hemos refugiado tras nuestros maravillosos inventos tecnológicos creando una burbuja artificial que el día menos indicado nos explota en las manos y nos deja, literalmente, con el culo al aire y una cara de gilipollas antológica.

Hemos explorado hasta el infinito los límites de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Hemos superado los topes de un físico limitado con un intelecto privilegiado. Hemos sometido a la naturaleza a nuestro control y dominio. Hemos domesticado a animales. Hemos poseído los mares. Hemos construido naves capaces de surcar los cielos. Hemos creado ciudades gigantescas. Hemos modificado la tierra y su orografía a nuestro antojo. Hemos inventado bombas capaces de destruir nuestro mundo. Hemos llegado a la Luna y conquistado el espacio. Por eso, y por muchas cosas más, nos hemos distanciado demasiado de nuestro instinto primitivo, de la madre naturaleza, de las cosas que nuestro originario carácter animal nos hicieron sobrevivir en un primigenio mundo hostil rodeados de fieras terroríficas. Somos invencibles, intocables. O eso creíamos. Y de vez en cuando, la vida nos devuelve a la cruda realidad. Y nos recuerda que la Muerte está ahí, siempre. Acechando.

Caminamos sobre un alambre tan fino que nos hemos olvidado de que existe. Pero existe. Cuando vemos las desgracias naturales que asolan países lejanos en forma de tornados, tsunamis, huracanes o terremotos, creemos que jamás nos tocará la china del destino. Cuando vemos en televisión imágenes de accidentes de tráfico, tragedias aéreas, naufragios, pensamos que es imposible que eso nos pase a nosotros, que vivimos rodeados de confortables comodidaes, lujos electrónicos, coches modernos, casas sólidas y en ciudades colosales. Y claro, esa burbuja de autoengaño en la que nos hemos recluido tiene sus parches, por donde se cuela la vida, por donde se cuelan sus reglas. Estamos aquí ahora, pero podemos dejar de estar en cualquier momento.

Una decisión equivocada; elegir el camino incorrecto; entretenerse un segundo en arrancar el coche; perder un avión; cruzar antes de tiempo una calle; viajar en el tren equivocado...¿quién puede saber cuál es la línea que separa la vida de la muerte? ¿quién puede adivinar cuándo y dónde está su carta marcada por las Parcas?

Es terrible, pero es lo que hay, simplemente. Somos muy frágiles, nuestra vida no vale nada. Nacen y mueren millones de seres, de organismos, de ideas, de historias, de vidas, cada segundo en este mundo. Es así. No ocurre nada extraordinario en el Universo cuando una vida se apaga. No hay ningún ente superior que guarde y vele por nosotros. Estamos aquí, porque somos seres animados, llenos de una vida, de un hálito, que un día, a una hora, se apaga. ¿Estaba escrito así? No lo sé, pero no lo creo. Simplemente, ocurre, son las leyes de este juego. Y cuando el ser humano es consciente de su insignificancia, de su fragilidad, de su soledad en este tablero vital, es cuando aprende. Aprende a disfrutar cada segundo y a saborear cada momento, porque, ¿quién sabe? quizá sea el último. Y aprende a palpar su condición de mortal y de hormiga cósmica. Así se tantea mucho mejor cada paso que se da en el camino de la vida, sin duda. Sabiendo que hay un peldaño inestable que se puede pisa en el momento menos indicado.

El hombre antiguo era más consciente de estas certezas. El hombre antiguo no disfrutaba de la mitad de los avances e inventos de la tecnología moderna. Tenía que luchar contra el tiempo y sus inclemencias para sacar adelante las cosechas que asegurarían, o no, la supervivencia de los suyos y de su comunidad. Tenía que pelearle a la mar cada legua, a los vientos cada singladura, a las olas cada viraje, sabiendo que un golpe de mar mal dado lo llevaba a pique. Tenía que vivir sabiendo que era un mero juguete de la ley natural, que Dios no está en los cielos sino en los elementos, y tenía que convivir con la tyche, esa especie de suerte fatal que todo hombre tiene esperando al final de su camino y que es en ése preciso instante cuando le es revelada. El hombre antiguo, en definitiva, tenía plena conciencia de su insignificancia, de su fragilidad y de su papel en el juego. Y cuando venían mal dadas y la vida les traicionaba por la espalda, sin esperarlo, encajaban el golpe como hombres de verdad. Sin aspavientos, sin histerias, sin lamentos inútiles. ¿Para qué, si sabían que esto era lo que había? Nosotros, al llegar a un punto tal de evolución y progreso, hemos perdido la perspectiva y nos creemos dioses. Y así nos va. Luego pasa lo que pasa. Cuando sale nuestro número en la lotería del destino, no podemos creerlo. Nos llevamos las manos a la cabeza, incrédulos. ¿Por qué a mí? Es lógico, hemos crecido en la creencia de que viviremos siempre jóvenes, siempre fuertes, siempre triunfantes y siempre inmortales.

Por eso, cada vez que la noticia de una muerte cercana me impacta, recapacito y reflexiono. Yo mismo, muchas veces, debido a mi juventud y debido a mi condición de hombre del siglo XXI, desprecio el riesgo, olvido cómo son las cosas y cuáles son las leyes. Por las prisas, por la inconsciencia, por pereza...cuando presencio o llega a mis oídos un accidente de tráfico, por ejemplo, la certeza de la vida se me hace más cruda delante de mis ojos, y el cuerpo se me destempla. ¿Quién le podía decir a aquel hombre que saludaba alegremente a su familia al salir de su casa un momento por un mandado en la moto que cinco minutos después estaría muerto? El abismo está siempre a nuestro lado. Caminamos junto a él. Por eso admiro a la gente que muere de vieja. Son héroes. La vida nos pone multitud de obstáculos cada día, a cada momento, en cada esquina. Y ellos han sido capaces de superarla, de una u otra forma. Y me parece intuir en sus miradas brillantes y reposadas de ese conocimiento, esa sabiduría, esa certeza que, aunque ellos ignoren que la tienen y no sepan ponerle nombre, son portadores. La certeza de que hay que vivir aceptando las normas que la vida nos impone, por que no hay otra.

Me gustaría adquirir esa sabiduría. Sé que es muy complicado, porque mi mentalidad es, por mucho que yo no quiera, la del hombre moderno. Estoy haciendo grandes esfuerzos por acceder a esa certeza, a la asimilación de esa verdad, y creo que lo lograré. Espero que cuando me toque, si me toca, esté preparado. Mientras, disfrutemos. ¿qué mejor excusa para ponerse el mejor traje y descorchar el mejor vino que la vida que todavía estamos respirando?

No hay comentarios: