Esta historia me la contaron hace tiempo, no recuerdo quién. Lo único que yo he hecho ha sido darle algo de literatura.
Una tarde de verano, a la hora de la fresca, iban caminando un hombre y su hijo pequeño por una vereda arenosa y llena de grava, en medio del campo. A un lado y al otro, retamas, jaramagos, maleza y pinos aislados entre sí rellenaban el paisaje y la floresta del lugar. El hombre, adulto, alrededor de la cuarentena, fuerte, robusto, de manos callosas, piel curtida por años de trabajo sacándole sus frutos a la tierra bajo el sol meridional de su tierra, cargaba, a hombros, con su anciano padre. A su lado andaba su hijo de apenas 7 años, correteando despreocupado y alegre a su alrededor. Si algún hombre de la Antigüedad los hubiera observado desde cierta distancia, hubiera creído que Eneas volvía a cargar con su padre Anquises y a llevar de la mano al pequeño Julo, camino del Lacio y la salvación de la memoria troyana.
Cuando llegaron a una piedra grande, que la naturaleza y el tiempo habían moldeado y convertido en un descansado reposadero, el hombre depositó delicadamente a su padre en la piedra, y fue a refrescarse al exiguo arroyo que corría paraleo al sendero. De pronto, el viejo miró fijamente a su nieto, recorrió con la vista cansada el lugar, vio a su hijo sentado en el suelo, tocó con la arrugada mano la piedra donde descansaba, y echó a llorar. Un llanto quedo, casi silencioso, amargo.
Al verlo, su hijo se levantó y le dijo:
-Padre, ¿porqué lloras?
El padre, con las lágrimas cayendole por la mejilla acartonada, bronceada por los años de esfuerzo, sacrificio, trabajo y privaciones, le respondió, mirándole desde lo más profundo de su alma:
-Porque en esta misma piedra, hace 40 años, senté yo a mi padre a descansar como tú has hecho conmigo ahora. Camino del asilo donde lo llevaba, y donde lo dejé para no volver a verlo nunca más.
El anciano calló, y miró a su hijo, resignado ante lo que era ley de vida. El nieto, extrañamente silencioso y quieto, fijó su vista en el padre. En aquella mirada estaba escrito todo. El código genético y el tablero de ajedrez donde se juega la partida de la vida, la inteligencia, la inocencia y, curiosamente, una silenciosa pregunta, casi un ruego, casi una exigencia, en los ojos del nieto. El hombre, plantado delante de su padre, miró a su hijo, sonrió, se acercó a su padre, lo besó en la mejilla, lo levantó, volvió a cargarselo en sus hombros y, erguido, comenzó a desandar orgullosamente el camino por el que habían venido.
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