"El pueblo español, en masa, se comportó como un hombre de honor". Lo confesó Napoleón Bonaparte, el Emperador, en su ocaso en la isla de Santa Elena. Y así fue. No se luchó por la patria, ni por el rey, ni por la religión. No se luchó por grandes ideales, ni por la gloria, ni siquiera por la libertad. Se luchó por que no había más remedio. Se peleó, simple y llanamente, porque la gente estaba hasta los cojones de que invasores extranjeros se pasearan por su tierra con impunidad, alevosía y arrogancia. Se pueden decir muchas cosas que ocurrieron después, y que fueron consecuencias inevitables de aquel día, y de aquellas acciones.
Nació la nación moderna. Comenzó a vislumbrarse la trágica división entre la sangre y la razón, entre lo que un español es por nacimiento y lo que es por pensamiento. Pero aquel día, pelearon, mataron y murieron hombres, y mujeres, de honor. Que preferían la muerte antes que la sumisión. Gente indómita. Que despreciaron el miedo, acudiendo a la llamada de la tierra, de la sangre y del orgullo. Que sentían vergüenza por todo lo que los franceses hacían en su nación.
Porque, a pesar de las ideologías, de la razón y de otras consideraciones, todo hombre se debe a unos principios básicos irrenunciables: la sangre, la tierra y su honra.
Luego vino la Guerra, la derrota de las águilas imperiales de Bonaparte, y el eterno drama de la gloriosamente derrotada España. Pero aquel día, 2 de mayo de 1808, aquel día, ardió Troya. Que ningún español de bien olvide nunca esa fecha, ni a sus protagonistas. Que ningún español de bien olvide nunca todo lo que hay detrás de la nacionalidad que aparece en su DNI.
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