jueves, 8 de mayo de 2008

Un día glorioso, III


...


El tercer barco, a punto de ser desarbolado, había dado media vuelta, con el timón roto y algunas velas incendiadas, y había puesto rumbo a África sin esperar a sus hermanos de piratería. El segundo, con el que la bombarda se había cebado sin misericordia, se hundía sin remedio frente a la piedra de Salmedina, un saliente rocoso, a cuatro leguas de donde se había producido la lucha, a donde había llegado la nave sin timón y sin posibilidad de cambiar el rumbo. El palo mayor estaba hecho añicos, otro mástil andaba roto por la mitad, las velas ardían todas y la tripulación se había arrojado por la borda cuando la situación se hizo irremediable.

El tercer barco, indemne del ataque principal en los corrales, había llegado a la playa de Regla, pero cuando se aprestaba a desembarcar, sus hombres se habían percatado de la situación de los dos barcos restantes de su flotilla pirata, y tras ver que los paisanos de Chipiona que habían estado esperándoles detrás de los cerros, en la playa principal, estaban saliendo, armas en ristre, y provocándoles desde la orilla, decidieron virar todo y regresar a casa. Habían venido con la idea de desembarcar sin problemas, saquear, destruir todo cuanto se pusiese a mano y volver. Como la práctica habitual en las costas españolas era que, tras ser avisados, las poblaciones del litoral quedaran vacías antes de los ataques y sus gentes se refugiaran en los bosques y montes del interior, los berberiscos no pudieron ni siquiera intuir que en Chipiona habían tomado otra resolución: luchar. Pero no luchar de cualquier manera. Unos cientos de paisanos analfabetos, ignorantes de las cosas de la guerra y totalmente inexpertos, habían elaborado un plan de ataque singular; se habían servido de los corrales de pesquería que Roma les construyó hacía más de mil años para defenderse atacando, aprovechando la accidentada singladura por la que habían de llegar los barcos piratas, y la bajamar. Se habían hecho con una vieja y vetusta bombarda, la habían renovado, arreglado, y colocado en un lugar estratégicamente perfecto para barrer sin problemas la delantera de los corrales sin temor a herir a sus camaradas gracias a la suave pero pronunciada elevación del terreno. Y finalmente se habían hecho con todo tipo de armas viejas, la mayoría de ellas medievales, piedras, aperos de labranza y cócteles incendiarios para plantar cara al enemigo. Lo habían hecho con valor y pasión, y lo habían conseguido.

En cuanto los dos bajeles piratas no eran más que sombras casi indistinguibles en el lejano horizonte, el sol ya estaba casi en lo alto, anunciando el mediodía. Las olas traían aguas rojizas, de la sangre de la tripulación del barco que hacía menos de media hora había acabado por hundirse junto a Salmedina. Los que habían saltado y buscado a nado la costa, se habían encontrado con una desagradable sorpresa: los paisanos habían abandonado a todo correr los corrales, y empuñando las mismas armas con las que los habían sorprendido al inicio de la contienda, habían salido en barcas y lanchas a batir las aguas cercanas a la costa. Tocaba a degüello, no había cuartel para nadie, y los exhaustos supervivientes berberiscos se dejaban pescar a ballestazos, lanzadas y pedradas, inermes e inofensivos ante la saña de los vencedores chipioneros. Era la ley del vencedor.

Antes de almorzar, cuando la tarea de limpiar de cristales y trampas antipersona la playa de Regla había finalizado, los chipioneros fueron a buscar a sus familias al espeso pinar de la villa donde se habían refugiado. Juntos todos, fueron a rendir pleitesía y agradecer a la Virgen de Regla tan inesperada y necesaria victoria. Por la tarde un grupo de chipioneros, cansado pero felices y algo bebidos, fueron a Sanlúcar a anunciar la victoria del pueblo sobre los piratas, y a pedirles a los agustinos, no sin cierta guasa, que volvieran al convento de Santa María de Regla, pues ya no había peligro y estarían seguros. El pueblo había vencido sin la ayuda de los hombres de Dios. Éstos volvieron, en silencio y con la cabeza baja, y se encerraron de nuevo en su convento, a orar y desentrañar los misteriosos caminos del Señor mientras en Chipiona la gente bebía, bailaba y celebraba tamaña fecha inolvidable en la que unos piratas habían llegado a su tierra a expoliar y devastar y habían salido por patas, heridos, muertos y con el rabo entre las piernas.


Fin

1 comentario:

una madrileña dijo...

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