martes, 26 de febrero de 2008

Una historia del Guadalquivir


La espesa bruma que manaba aquella primaveral mañana de 1248 desde las aguas del río Guadalquivir era cortada por los afilados cascos de las naves de la poderosa escuadra castellana comandada por Ramón Bonifaz. La escuadra, compuesta por 5 galeras construidas en los astilleros de Santander y por 13 naos procedentes de varias villas de la costa cantábrica, completaba el último tramo del río al que los romanos llamaron Betis antes de llegar a Sevilla, o Isbilya, según la toponimia árabe. La flota, que era la punta de lanza del ejército del rey Fernando III de Castilla y León, tenía por misión cortar la única vía de suministros y ayuda de la ciudad asediada.


El rey Fernando, luego llamado El Santo, había rendido Córdoba, la gran capital musulmana, el símbolo del poder perdido de Al-Andalus. Había llegado como un rayo de esperanza para unificar Castilla y León y unir bajo su cetro a todas las fuerzas activas de la nobleza castellana en la lucha contra el Islam. Había reclutado un imponente ejército y había avanzado hacia el sur conquistando importantes plazas y villas en su camino hacia Córdoba y Sevilla, sus grandes objetivos. Durante todo su reinado había conquistado más tierras a los musulmanes que todos los reyes cristianos de la península desde que comenzara la Reconquista, allá por los tiempos de Don Pelayo. Ahora ansiaba dominar el valle del Guadalquivir y llegar al mar, conquistar la bahía de Cádiz y alzarse en el estrecho para cruzar las aguas hasta África y combatir a los musulmanes allende de las Columnas de Hércules. Pero para eso necesitaba ocupar Sevilla, y para eso, era necesario Ramón Bonifaz.

Oriundo de Laredo, Ramón Bonifaz era alcalde de Burgos cuando, en Jaén, se unió a la empresa conquistadora del rey Fernando. Éste, consciente de que la única manera de someter Sevilla era cortando sus comunicaciones fluviales con otros reinos musulmanes de África, le ordenó crear la Marina de Castilla para éste fin. Así pues, mientras Fernando III cercaba la ciudad por tierra y la hostigaba con escaramuzas esporádicas, Ramón Bonifaz disponía la construcción de la flota castellana en su Cantabria natal. Y para la marinería, Bonifaz levantó la leva en su tierra y reclutó a hábiles y experimentados marineros montañeses para su arriesgada empresa. Cuando todo estuvo listo, a finales de 1247, la primera escuadra real de Castilla emprendió rumbo al sur.


Allí, en el estrecho de Gibraltar, junto al peñón, le esperaba una flota musulmana costeada por el rey de Sevilla y sus aliados norteafricanos, a la cual vencieron gracias al arrojo y veteranía de los marineros cántabros. Luego remontaron el indefenso río y subieron, sin encontrar apenas resistencia, hacia las mismísimas puertas de Sevilla.


Allí se encontraban ahora, con Ramón Bonifaz a la cabeza, prestos a ejecutar el plan de ataque que el valeroso guerrero de Laredo había preparado para asestar el golpe mortal al Reino de Sevilla. En tierra, en el Real de Tablada, el rey Fernando esperaba ansioso con sus huestes, ansiosos por entrar en combate de una vez por todas. Antes del ataque final, y según la leyenda, el rey Fernando, un atrevido noble castellano y Ramón Bonifaz cometieron la osadía de entrar en la plaza fortificada por un portillo mal defendido, de noche y sigilosos, para recorrer la ciudad ante las narices de sus defensores y admirarse ante el magnífico alminar de la mezquita mayor de Sevilla, similar, según las crónicas, al de la mezquita de Marrakech, en Marruecos.


Tras esta proeza temeraria y heroica, Bonifaz volvió al mando de la escuadra. En Sevilla existían dos torres de vigilancia a la entrada del río en la ciudad. Una era la llamada Torre del Oro y otra, situada en la otra orilla justo en frente. Entre ambas torres, unido por unas enormes cadenas de hierro, se encontraba un inmenso puente de barcas, que los defensores musulmanes habían emplazado allí para defender la ciudad de un ataque por el río. Ante esta situación, Ramón Bonifaz, en una decisión arriesgada y temeraria, resolvió atacar con toda su flota al puente de barcas, no sin antes haber reforzado los cascos de sus barcos para el impacto con las cadenas. Los musulmanes, que no esperaban esta respuesta, asistieron atónitos al sublime impacto de la escuadra castellana contra su puente de barcas, y a la destrucción del punto más débil de su entramado defensivo.


Asediada por tierra y por el río, cercada y sin posibilidad de ser ayudada, la ciudad recibió continuas incursiones y ataque castellanos, que cada vez llegaban más lejos viendo la debilidad de sus defensores. El 23 de noviembre de 1248, el rey de Sevilla capitulaba ante Fernando III de Castilla y León y la ciudad y el valle del Guadalquivir, así como muchas villas aledañas y cercanas del Aljarafe sevillano caían en manos cristianas, siglos después. Los defensores engrosaron las filas del reino nazarí de Granada, o fueron deportados a África, o simplemente, se convirtieron en esclavos.


Ramón Bonifaz fue investido por el rey Santo como Almirante de Castilla y hoy en día, en un tiempo en el que el pueblo ha olvidado su Historia y a sus héroes, una estatua recuerda a Ramón Bonifaz, oriundo de Laredo y alcalde de Burgos, junto al rey Fernando y otros héroes olvidados frente al ayuntamiento de la ciudad que conquistaron, Sevilla.


Las cadenas rotas, la flota montañesa que conquistó el Guadalquivir y la Torre del Oro, como homenaje a los intrépidos marineros cántabros, forman parte del escudo de Cantabria, de Santander y de su Historia.

viernes, 22 de febrero de 2008

Maratón, Termópilas y Salamina


En agosto del 490 a.C., en una extensa playa de la costa oriental del Ática, lugar llamado Maratón, un ejército de 15.000 atenienses y platenses arrolló a los más de 30.000 persas que componían la invencible armada del Gran Rey Darío I de Persia, dirigida por el noble Datis. Liderados por Milcíades, los atenienses cubrieron, con una carrera suicida y temeraria, la distancia que los separaba del campamento medo, evitando así la letal puntería de los arqueros del Gran Rey y entablando un brutal cuerpo a cuerpo con la débil infantería iránica. Era su única posibilidad de victoria. Y lo consiguieron.


Empujaron a los sorprendidos persas hasta el mar y les causaron gran mortandad. Datis, entreviendo una postrera opción de paliar la derrota, embarcó con lo que le quedaba de flota y se dirigió rumbo a la indefensa Atenas. Milcíades adivinó la hábil treta y mandó a su mejor corredor, Fidípides, a que avisara a sus conciudadanos de la victoria en Maratón. Éste lo hizo, y antes de caer extenuado, gritó ¡Niké, Niké! y los atenienses cerraron la ciudad a cal y canto y fortificaron su acrópolis, ante la mirada resignada del maltrecho ejército iránico. Atenas, una sola ciudad, con el único apoyo de la pequeña Platea, había humillado y destrozado en el campo de batalla, contra todo pronóstico, al poderoso Imperio Persa, el más grande del mundo entonces conocido. Era la I Guerra Médica.


Diez años después, en el 480 a.C., el sucesor de Darío, Jerjes I, reunió, de entre todas las naciones de su vasto imperio, el ejército más temible, poderoso y numeroso jamás visto, y lo lanzó sobre la Hélade, buscando vengar la afrenta sufrida por su padre en Maratón. Los griegos, divididos, no se pusieron de acuerdo en la táctica defensiva a plantear. Esparta abandonó a su suerte a Atenas, prefirió hacerse fuerte en el Peloponeso, y mandó a una fuerza simbólica, 300 de sus mejores soldados, al mando del rey Leónidas, al desfiladero de las Termópilas, puerta natural de Grecia, paso ineludible para el gran ejército de Jerjes en su camino hacia Atenas. Los 300 espartanos, junto a una fuerza aliada de otras ciudades griegas, se enfrentaron, en diáfana inferioridad numérica, al inmenso ejército persa. Aprovechando la angostura del terreno, y demostrando un valor y una heroicidad memorables, los espartanos contuvieron los embates de la infantería meda, inflingiendo cuantiosas bajas a los iranios y humillando constantemente a los míticos Inmortales del Gran Rey.

Tras saberse traicionado por el griego Efialtes, Leónidas licenció a sus aliados y se enfrentó, sólo con sus 300 hombres, a la colosal horda persa. Tras resistir épicamente, murieron. Pero su sacrificio sirvió para que el resto de las ciudades griegas se unieran y prepararan un plan de lucha contra el invasor.

Meses después, la población ateniense veía cómo su ciudad ardía, pasto de las llamas, en una vorágine destructiva y atroz. Refugiados en la cercana isla de Salamina, los atenienses al mando de Temístocles, conservaban intacta su flota, con la que intentaron atraer a la armada persa a un combate naval en las aguas de Salamina. Jerjes aceptó el duelo, y sentado en el trono que se hizo construir expresamente para la ocasión, en la colina de Skaramangá, contempló atónito la derrota apabullante de su poderosa armada frente a la hábil y experimentada flota ateniense. El caos cundió en los iranios y los griegos obtuvieron una victoria redonda y completa, expulsando a los persas de sus aguas y, posteriormente, de toda la Hélade.

Era el fin de la II Guerra Médica.

Estos hechos, cuasi olvidados de la memoria colectiva de Occidente, son cruciales, fundamentales, en el devenir histórico de Europa y, consecuentemente, del mundo. La osadía intrépida y temeraria de los atenienses en Maratón, la abnegación y la heroicidad legendaria de Leónidas y sus espartanos en las Termópilas, y la astucia y valentía de Temístocles en Salamina constituyen episodios memorables, míticos y troncales en la Historia de la Humanidad. Nó sólo fueron gloriosas victorias en guerras locales. El triunfo de los griegos en estas tres batallas supone mucho más.
Supone la conservación, la salvación de una civilización, la helénica, que serviría de base y sustrato a los imperios y civilizaciones venideras, que se irían asentando sobre lo que éstos dejaron. La democracia, la filosofía, el derecho, la justicia, la medicina, la literatura, el teatro, las artes y las ciencias son los fundamentos de Occidente. Todo ello proviene de aquí, de Grecia. Cómo hablamos, cómo nos expresamos, nuestro color de piel, nuestras costumbres, nuestros estudios, nuestra cultura, nuestras tradiciones y todo cuanto somos, tiene sus raíces, invariablemente, en Grecia. En Atenas, en Esparta, en Argos, en Tebas, en Corinto...


Todo esto es lo que salvaron aquellos grandes hombres en Maratón, en las Termópilas y en Salamina. Si los persas hubieran conquistado Grecia, ahora mismo sería inimaginable nuestro mundo. Totalmente diferente y opuesto a lo que somos y conocemos hoy en día. Quizás seríamos más morenos, hablaríamos una lengua arábiga o iránica, y nuestra conciencia y pensamientos serían distintos. Quizás si los atenienses no hubieran alcanzado raudos las líneas persas, o si los espartanos no hubieran resistido estoicamente en aquel desfiladero, cumpliendo las leyes de su patria, o si el plan de Temístocles hubiera fracasado en Salamina, el curso de la Historia hubiera sido absoluta y completamente diferente.


Por eso, como descendientes y herederos directos de la cultura griega, a través de nuestra propia sangre griega, romana y árabe, tenemos el derecho de conocer lo que ocurrió en estas grandes citas de la Historia, y el deber de comprenderlas y, ante todo, de recordarlas y honrarlas. De recordar y honrar a los 192 atenienses y a los cientos de platenses muertos en Maratón; a los 300 espartanos que yacen en las Termópilas, y a los griegos a los que las aguas de Salamina sirvieron de sepulcro. De recordar y honrar sus nombres, su sacrificio y su gesta. En cumplimiento de su deber como ciudadanos y hombres libres. Pagaron el más alto tributo para defender su mundo, su libertad, su patria, su civilización, sus familias, sus vidas. Nuestro mundo.

Honor y gloria a los héroes de Maratón, Termópilas y Salamina.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Aquella noche maravillosa



5 minutos antes del final del partido, yo ya había abandonado toda esperanza. Encogido en el sofá, deseando que éste se volviera león y me tragase, asistía anonadado a la inmolación del Madrid en Zaragoza. El equipo me había acostumbrado a victorias gloriosamente agónicas con goles imposibles en el último suspiro, pero aquello ya era demasiado. No hacía falta un gol. Hacían falta dos.

Para llegar a aquella situación habían pasado muchas cosas. Tras tres años horrendos, el madridismo observó, primero con escepticismo, y luego con ilusión y rabia contenida, cómo un equipo roto, dividido, acabado, con un entrenador cuestionado y un club institucionalmente convertido en república centroafricana, levantaba el vuelo después de haber hecho el enésimo ridículo en Munich, en los octavos de la vieja y añorada Copa de Europa, el santo grial madridista.

De la mano del mejor entrenador del orbe, el equipo se reagrupó inesperadamente tras unas señas básicas: coraje, fe, unos esquemas tácticos básicos, y muchos cojones. Escalando el Everest, abrigado por la indulgencia y la sorna del resto del mundo, fue llegando arriba. Y llegó. Para asombro general, recortó la desventaja sobre la mejor plantilla del mundo, el Barcelona de las "7 copas" a puro huevo. Nadie lo esperaba. Sinceramente, yo tampoco.

Despúes de haber caminado por el desierto más infame y dramático durante 3 largos años, la súbita ilusión hizo desbordarse al madridismo. Dos goles sobrenaturales -mítico Higuaín, 4-3 frente al Español, para el recuerdo Roberto Carlos, 2-3 en Huelva- llevaron al Madrid a la cumbre de la Liga a falta de dos partidos. Todo ello sazonado con la inesperada caída libre del Barcelona y sus estrellas, incapaces de reaccionar coherentemente ante el ataque masivo de la banda de forajidos sedientos de venganza que comandaba Don Fabio Capello. La Liga, un título, el anhelo soñado. A dos partidos. A 180 minutos del cielo estaba el madridismo.

Pero antes de la traca final del Bernabéu ante el Mallorca, llegaban Madrid y Barcelona igualados a puntos a la penúltima jornada. El Barcelona jugaba en casa frente a su vecino y rival, el Español de Tamudo y Valverde. El Madrid, marchaba a Zaragoza, uno de los campos más difíciles y hostiles de España, especialmente para el Real. Todos confiaban en un pinchazo blanco en Aragón, y todos apostaban por una victoria fácil del Barcelona ante un Español débil que no se jugaba nada. Ilusos. No sabían lo que les esperaba.

A 5 minutos del final, Diarra mandaba un cabezazo claro al limbo. El Madrid perdía 2-1, en un partido trágico, dramático. El Barcelona ganaba 2-1 en un Camp Nou entregado, que celebraba ya una Liga que habían visto perdida. El madridismo necesitaba marcar 2 goles, o empatar, y que el Españól hiciera la machada e igualara en el Camp Nou. Algo imposible. En el 89, en La Romareda se coreaba el adiós a la Liga, adiós y el Madrid lloraba una derrota inminente. De la misma forma que la posibilidad de ganar la Liga surgió, se iba. Brusca, súbitamente. Se iba irremediablemente.

De pronto, el Madrid, volcado de forma dramática sobre la puerta aragonesa, enlazó una jugada. Guti en profundidad, Roberto Carlos en línea de fondo, pase atrás, tiro de Higuaín, para César, Van Nistelrooy la pincha...y ¡gol!

En ese momento, yo y millones de personas de todo el mundo, saltamos del sillón. ¿Cuánto queda? ¡Vamos cojones, vamos! ¿3 minutos? ¡3 minutos, joder, qué puta mierda! ¿Cómo? ¿Gol de Tamudo? ¿Tamudo? ¿En Barcelona? ¡Sí! ¡Gol! ¡Goooooooooooooooooool! ¡Gol hostia gol, gol, gol, gol! ¿Pero cómo es posible? ¡Gooooooooooooool!

Los recuerdos han ido brotando, días después, a mi cabeza. En aquellos momentos no era capaz de hilvanar dos ideas coherentes, porque la alegría tan inesperada me había sacudido de forma brutal. Roto, destrozado....y de pronto, ¡Campeones! ¡Sí!

Si algo me quedó claro en esa noche, fue que Dios existe, y además es del Madrid. De rodillas, intentando sintonizar la radio -¡que no marque el Sevilla por Dios! ¡Que acabe ya en Barcelona!- la ilusión se convertía en rabia. Rabia primitiva, cólera alegre. Chillaba junto a mi hermano, pareciendo orangutanes. Cuando el árbitro pitó el final en Barcelona, golpeé el suelo con una frustración 4 años guardada. Y cuando pitó en Zaragoza....

Guti y Robinho abrazados saltando junto a los valientes madridistas que arropaban en Zaragoza, Beckham, cojo y cansado, saludaba con una bufanda en el cuello. Higuaín y Reyes se apiñaban en el centro del campo....el orgullo de pertenecer al viejo y eterno Campeón de Campeones renacía en el interior del madridismo. Orgullo de casta, orgullo vikingo. Cuatro años guardado, humillado, mofado, ocultado.

Todavía quedaba un partido, ante el Mallorca. Pero esa era otra historia, y vive Dios que fué buena. Pero aquella noche, en Zaragoza, quedará grabada para siempre en mi memoria y en mis retinas. Con el tiempo, supongo que las imágenes se emborronarán y la leyenda mitificará lo que fue aquello. Algo grandioso, memorable, glorioso. Algo inexplicable. Una noche para disfrutar, por fin. La noche del madridismo.

El viejo y eterno Real había vuelto.

lunes, 18 de febrero de 2008

A porta gayola


La puerta de chiqueros se abría ante él negra e imponente como boca de lobo. Sonaban los compases del clarinete, anunciando la salida del morlaco, y en su cabeza los pensamientos se iban, fluyendo lentamente hacia la nada.

Al ponerse de rodillas ante los toriles, sintió la arena húmeda crujir bajo sus rótulas. Respiró hondo y se afirmó la chaquetilla con un altanero golpe de hombros. Eso lo animó, le dio fuerzas. El capote descansaba sobre sus faldas, y su mirada se fijaba en la honda negrura que había más allá de aquel portillo oscuro de donde saldría, instantes después, la muerte vestida de negro ruán, con astas afiladas y mirada demoníaca. Pero no tenía miedo.

El miedo lo había ido dejando atrás a medida que cruzaba, paso a paso, la arena del monumental coso sevillano desde el burladero donde se había refrescado, por última vez, la garganta. Eran las cinco de la tarde, agosto, en Sevilla. El calor era intolerable, y el bochorno hacía que sus ropas se le pegasen a la piel. Sentía arder su cabeza debajo de la montera, y pensó en quitársela para afrontar la coyuntura más cómodamente. Pero desechó la idea: había que guardar la compostura siempre.

La Real Maestranza de Caballería estaba repleta, hasta la bandera. Bandera que no ondeaba, curiosamente, porque no corría ni una brizna de aire, y el que lo hacía era ardiente, sahariano. Lo mejor de Sevilla se daba cita en los tendidos de sombra, mientras que los menos pudientes aunque más sapientes en la tauromaquia sobrevivían en el sol, protegiéndose de la mejor manera.

Los murmullos se fueron apagando cuando el diestro cruzaba la plaza, hasta convertirse en un silencio sepulcral. Nadie hablaba ya, todos miraban admirados y recogidos aquella figura enjuta, alta y desgarbada, que se disponía a recibir a la muerte de rodillas y a la cara. Como los buenos.

En el callejón, acodados en la barrera, unos cuantos paisanos del osado matador lo miraban con aquellos ojos cansados y sabios de los hombres que han luchado toda su vida contra la tierra y las veleidades del tiempo. Con el aliento sazonado de oloroso y fino, intercambiaban frases de admiración y orgullo. En sus manos encallecidas y sus arrugas de campesino vibraba la sangre excitada por aquel paisano que se atrevía a ir al centro del mundo y desafiarlos a todos de aquella manera tan insolente. Uno de aquí, compadre, a porta gayola en la Maestranza, con dos cojones. Ahora ya me puedo morir tranquilo.

El diestro sabía todo esto, aunque no lo escuchara. También olía el salado aroma del mar de su tierra, aunque estuviera lejos. O no tanto. Y sabía, además, que ella estaba allí. La había visto cuando levantó la mirada hacia el palco presidencial, y la vio abajo. Morena, moruna e irresistiblemente deliciosa. Como siempre. Vio en sus enormes ojos el hechizo que lo había atrapado hacía tiempo, y entonces fue cuando los restos del miedo secular del hombre se esfumaron. Estaban allí sus paisanos, y estaba allí ella. Qué menos que hacerlo bien, o siquiera no derramar mucha sangre para no resultar indecoroso.

Por eso, antes de enfilar la puerta de chiqueros, se descubrió y le brindó el toro. Le sobrecogió su expresión de sorpresa, y con mirada arrogante dirigió su vista, en semicírculo, a todos los niños bien que estaban alrededor de ella. No soy de los vuestros, y además no quiero serlo, decía aquella mirada de insolencia. Soy de los que están abajo, de los que llevan mascota y gorra, chaqueta gris anticuada, pantalones oscuros pasados de moda, palillo en la boca y expresión humilde. Soy de ellos, y os voy a demostrar que somos mejores que vosotros, niñatos.

Escuchaba ya las voces de los mozos del corral arreando al toro, y veía el polvo levantado por el animal en su trotar confuso. Hasta su nariz llegaba el olor fuerte, penetrante y correoso, del toro bravo. La lucha ancestral iba a dar comienzo. El hombre y el animal, frente a frente, en la arena. Momentos antes de afrontar el trance, el torero creyó distinguir una figura negra danzando de forma siniestra a su alrededor. Sólo fue una visión momentánea, recordaría años más tarde.

Ya veía los ojos enfebrecidos de furia primitva del toro que buscaban la luz del sol. Eran las cinco de la tarde, en Sevilla, a la vera del río Guadalquivir. Sus paisanos se persignaro, y sólo dijeron "suerte, compadre". Él no rezó, sólo puso la mente en blanco luego de recordar mecánicamente, y por última vez, los movimientos precisos que ejecutaría segundos después. El morlaco, lapidario en sus 500 quilos de ira descontrolada, no tuvo tiempo de ver nada más que un bulto en mitad de su carrera, deslumbrado ante la luz del sol. Como un bailarín flamenco, el matador agitó su capote en una estética media verónica, hurtando el cuerpo al compás para dejar que la inmensidad del astado pasara por donde milésimas de segundo antes había estado su cuerpo, y golpeara al aire y a su capote.

Ya está, lo había hecho. El momento había quedado grabado para siempre en la memoria de todos los presentes. Saboreabe el triunfo que le aguardaba, apremiante. Sólo tenía que agarrarlo con los dedos.
Dos lágrimas corrían por la desgastada mejilla de sus paisanos, y un escalofrío recorrió de arriba abajo a la morena moruna de ojos como soles que había capturado su corazón y que lo veía desde allá en lo alto, en la tribuna.

domingo, 17 de febrero de 2008

Días de tierra, fútbol y compañeros

El cielo, claro, límpido, azul refulgente, con el sol en lo alto. Abajo, un patio de colegio, lleno de niños que saltan, ríen, lloran y juegan. Al lado, tras el muro bajo y la valla de metal, abierta por debajo por los niños que se colaban por ella para evitarse el rodeo largo, el campo de fútbol. La vasta extensión de albero, moteada de porterías de fútbol, de metal viejo, oxidado y endeble. Y en el albero, niños. Niños que juegan. Que corren detrás de un balón. Y ése balón. A veces remendado, parcheado, descosido. A veces nuevo e impoluto, fruto de una colecta infantil muy sufrida. A veces, simplemente, bola blanca en la que se notan las rayas ya descoloridas de lo que fuera una pelota de diseño, igual que las que los ídolos de aquellos niños usaban en la Liga cuando aquellos chiquillos se sentaban en la televisión soñando que eran estrellas de fútbol.

El día es perfecto. De postal. Cuando la sirena tocó a recreo, aquellos niños adormilados y aburridos despertaron de su letargo y salieron fulgurantes a la carrera por ver quién llegaba antes al campo de fútbol. Los bocadillos se convirtieron en frugal alimento, y antes de que hubieran pasado cinco minutos, ya estaba el balón rodando. Y ahí están ellos. Los que un día serían mayores y dejaran de jugar, y de verse. Y se olvidaran de que ése día, como tantos otros, estuvieron allí, en el patio de su colegio, jugando al fútbol. Y que corrieron, chillaron, marcaron, se tiraron al suelo, ingrávidos, despreocupados, tan sólo jugando. Libres de preocupaciones, de responsabilidades. Libres de problemas. Con la inocencia a flor de piel, con el pelo revuelto, con la cara llena de tierra, con los pantalones nuevos llenos de albero y rotos, por las rodillas, por donde ya se habían roto tantas otras veces. Con los zapatos nuevos, los que fueron comprados el día anterior por una madre harta de las súplicas de su hijo (las botas de Zidane mamá...) y que sustituían a las antiguas botas, igualmente puestas de moda por otro astro del balón, que acabaron destrozadas, reventadas por los lados y con la puntera descosida de tanto golpear aquel fabuloso objeto llamado balón, alma esencial del divino invento denominado por los hombres como Fútbol y que nos unía a todos en un sentimiento de diversión, goce y compañerismo. Divididos en equipos, con una división instintiva, natural. Cada uno se juntaba con los que la inercia les llevaba a juntarse. Sin más.
Y claro. Siempre había unos que perdían por norma, los que se partían la cara corriendo detrás de los del otro equipo, detrás de los buenos. Y los buenos casi siempre ganaban, porque eran mejores. Y los otros corrían, se lanzaban con flexibilidad de mono delante de los buenos pero era para nada. Sin embargo había otras veces, las menos, en las que los otros, los mataos, ganaban. A pesar de los fallos, de las trifulcas, de las infantiles peleas y reprimendas. Y cuando eso pasaba, al igual que cuando no, todos, en conjunto, chillándonos y retándonos para luego, nos íbamos tan contentos.

Había otras veces en las que el día era nuboso, negro como la noche, y el campo de albero aparecía ante sus ojos como un inmenso barrizal. Entonces, a pesar de las advertencias de los maestros, siempre había algunos intrépidos (casi siempre éramos los mismos) que nos lanzábamos a la aventura de intentar jugar en el barro, en el agua, en la tierra mojada y húmeda, para acabar enfangados, mojados y resfridados, pero contentos por haberlo intentado.
O aquellos otros días, de junio bien entrado, cuando a las dos de la tarde y desafiando al sol y al sentido común, nos reventábamos en unos partidos interminables bajo el calor y el sol de justicia, bañados en sudor y en la fría agua de la fuente más cercana.O si no, aquellas tardes eternas, cuando terminaban las clases, en las que unos pocos enfermos del balón nos quedábamos para jugar esas memorables pachangas, alemanas, eliminatorias, y tantos y tantos juegos. Podría rememorar miles de recuerdos añorados, momentos igualmente perdidos, y seguramente me dejo muchos. Seguramente. Pero también, igual de seguro estoy de que todas estas vivencias han forjado, para bien o para mal, mi carácter.

Ahora, lejanos ya en el tiempo aquellos años, los recuerdos vuelven a aflorar. El olor a albero, el polvo de tierra suspenso en nubes entre nosotros, las amistades perdidas, los momentos de compañerismo y camaradería inigualables, el balón rodando entre una melé de piernas, aquellas carreras gloriosas en busca de goles imposibles, de remontadas épicas, de victorias maravillosas, todo ello vuelve a mí con fuerza. Y seguirán perviviendo en lo más recóndito de mi memoria esas tardes de invierno, de verano, de primavera y otoño, y todos los compañeros con los que alguna vez tuve la suerte de jugar a aquel deporte que nos liberaba de todo y que constituía nuestra mayor fuente de placer y diversión. Porque revivir aquellos momentos de la vida en los que corría, gritaba, ganaba y perdía (todo por nada y a la vez por todo) junto a mis amigos de la infancia y del colegio, trae hasta mí el agridulce sabor de la infancia perdida y el goze siempre añorado de la felicidad

jueves, 14 de febrero de 2008

Se va, se va...se fue

No sé, es algo extraño, pero....realmente es una de las peores sensaciones que se puedan sentir en la vida. ¿No os suena?

Estás con lo más bonito, con lo que verdaderamente te hace soñar, te gusta. De un momento a otro, llega la hora indicada, y todo se vuelve gris. Todo se acaba y se va a la mierda. ¿Porqué? Está escrito así, no hay que darle más vueltas. Así ha de ser.

La sensación que te asalta al ver que se va, lentamente, se aleja de ti hasta no se sabe cuándo, es dantesca. Como una herida en el fondo del alma que gotease parsimoniosamente. Algo muy duro, y muy triste. Lo peor es la impotencia, el no poder hacer nada. KO. Como un boxeador contra las cuerdas, que busca con la mirada perdida al árbitro para que comience una cuenta atrás que a la vez es definitiva, trágica y necesaria.

Cuando eso sucede hay dos alternativas. Tomar el alcohol más próximo y beber hasta perder la conciencia de uno mismo, o quedarse quieto, resignado, ante la suerte suprema. O lo tomas o lo dejas. O lloras o te la cascas. Simplemente. No hay más.

Es algo totalmente odioso. No puedes hacer nada. Se va, lentamente. Tú sólo puedes mirar, y creer que vendrán tiempos mejores. Pero no iguales. Porque como ella sólo hay una, y no es para tí. Es de otro. Y tienes que aceptarlo, porque sólo eres un actor secundario en esta película. Otro tuvo la suerte de estar en el momento idóneo y el lugar adecuado. Fin de la historia.

martes, 12 de febrero de 2008

Orígenes, II

...


Tras completar el preceptivo período de entrenamiento y adiestramiento en el ejercicio de las armas, el joven Marco Aurelio Ambrosio esperaba ansioso en su cuartel de Gades la plaza a la que sería destinado dentro del Ejército. Pasaba las horas en el muelle de la populosa ciudad, entre los exóticos barcos procedentes de Oriente, y hablaba a menudo con soldados que le contaban, en las variopintas tabernas del puerto, entre tientos a las jarras de vino, la fiereza de los indomables germanos del Limes, combates inciertos en la boscosa y húmeda Galia ante los belicosos celtas o esplendorosas batallas en las eternas y ardientes arenas de Siria contra los fabulosos partos. Y él soñaba con ser parte de ellas, con tomar al asalto y con un puñado de escogidos alguna fortaleza en Britania y ser recibido en Roma con honores de emperador.

Por eso le extrañó y decepcionó un tanto descubrir que pasaría sus 5 primeros meses como soldado raso del Ejército de Roma en Arx Gerontis, nombre con el que se conocía desde tiempos inmemoriales la zona arenosa y dunar que dominaba la desembocadura del gran río Betis, al noroeste de Gades, cerca de Onuba. La decepción duró poco cuando supo que aquella tierra cálida llena de pinares y retamas había sido la puerta del mítico y fabuloso reino de Tartessos, dominios del legendario Argantonio, de la cual había tomado posesión para el Senado y el Pueblo de Roma Quinto Servilio Caepión hacia el año 140 a.C. La mente de Marco Aurelio, despierta y dada a la fantasía, en seguida imaginó montañas de oro y bronce custodiadas en fortalezas ocultas entre la maleza de espesos pinares por invencibles guerreros tartésicos que aguardaban hostiles el momento de recuperar su reino milenario.

Ahora, caminando por aquellas hiniestas, perdido entre altos e imponentes pinos, Marco Aurelio reflexionaba sobre todo aquello. Respiró hondo el aire puro y limpio de aquel ambiente virgen, y se deleitó al escuchar el trinar de los pájaros, el rumor de la naturaleza perezosa que dormitaba debajo de la suave calidez de un sol radiante. De repente, creyó ver el reflejo broncíneo de una armadura, entre las palmas. Miró más detenidamente y le pareció creer que varios yelmos dorados se aupaban entre la arboleda. Se palpó el cinto, donde guardaba su gladio, pero al momento desaparecieron las visiones. Retrocedió, convencido de haber sido engañado por la mente, y buscó sus pasos hasta encontrar el camino de regreso a la aldea.

De vuelta, pasó por una loma alta desde donde se tenía una visión completa de la aldea. Desde allí podían admirarse en toda su plenitud aquellos singulares corrales de pesquería; espacios semicirculares, acotados por sólidos muros de piedra ostionera, donde en la bajamar las gentes del lugar recogían los peces que la pleamar atrapaba en ellos.

A su lado, unos obreros terminaban de recojer sus utensilios y se preparaban para marcharse. En el suelo, unas marcas de tiza y unas estacas delimitando el espacio delataban la construcción de un edificio. Preguntó a uno de aquellos hombres, y le dijeron que levantaban lo que sería una fábrica donde elaborarían el fruto de la pesca de los aldeanos, donde se haría garum, la famosa salsa de entrañas de pescado y otros condimentos, básica en la dieta romana. Marco Aurelio siguió caminando y llegó a las puertas del campamento cuando el sol se disponía a sumergirse en el mar.

Desde lo alto de la Turris Caepionis, oyendo el batir de las olas contra las lajas de piedra, observó el sugestivo ocaso del sol, y admiró la escena. Rememoró el sinfín de sensaciones que había percibido aquel día, el primero como legionario romano, en aquella tierra apartada y tranquila. Su juventud anhelaba acción, entrar en combate, para lo que había sido instruido. Pero se decidió a aprovechar la estancia que los dioses le habían otorgado en aquella misteriosa tierra donde la naturaleza mezclaba un mar celestial, playas eternas, pinares seculares, un cielo de nubes blancas y esponjosas, arena, luz, roca y sal. Un lugar de belleza indescripible, concluyó Marco Aurelio, bajando la escalera rumbo a su barracón.

jueves, 7 de febrero de 2008

Orígenes, I


Año 100 a.C.


Una suave y agradable brisa le acarició el rostro al entrar en la amplia rada donde anclarían. El bajel se deslizaba ligero sobre las tranquilas aguas de aquella luminosa bahía, acercándose casi hasta la orilla. Marco Aurelio Ambrosio, apoyado en la borda, contemplaba extasiado el espléndido paisaje que se abría ante él. Playas interminables de arena finísima, multitud de cerros bajos llenos de retamas y dunas. Éste era el litoral que habían deleitado los ojos de Marco Aurelio desde que salió, con su unidad, embarcado en aquella pequeña nave comercial de la vieja Gades.


Habían puesto pie a tierra hacía un buen rato, y ahora Aurelio miraba con ojos curiosos a su alrededor. El bajel había anclado en una cala situada entre dos grandes corrales de pesca, cerca del promontorio rocoso donde se alzaba la Turris Caepionis: el pequeño y útil faro que, 40 años atrás, se había construido en aquel lugar casi deshabitado por orden del cónsul Quinto Servilio Caepión.

Era aquella cala una especie de puerto natural para aquel lugar, donde fondeaban los pocos barcos que llegaban, al abrigo de la punta donde se alzaba el faro. Aquella torre había sido construida para evitar los numerosos naufragios que desde antiguo provocaba un peligroso y traicionero islote pedregoso que se situaba a escasas leguas de la entrada del río Betis. Alrededor del faro se habían ido añadiendo varios barracones militares y unas destartaladas caballerizas, como alojamiento para el reducido destacamento militar que Roma mantenía en aquel lugar estratégico, privilegiado para controlar el tráfico marítimo en el principal río de la Bética.


Cuando los 50 hombres que componían la unidad de Marco Aurelio hubieron desembarcado todos sus pertrechos, el capitán ordenó que marcharan hacia el improvisado cuartel anejo a la torre. Subieron por un espacioso sendero desde la playa hacia los barracones de la Turris Caepionis. Llegaron, se distribuyeron en el campamento según las órdenes del capitán, y comieron en compañía de la unidad a la que relevaban. Aquellos hombres llevaban allí 5 meses, habían pasado el invierno en aquel lugar apartado, y se alegraban de marcharse de un sitio tan remoto. Les contaron que aquello era una aldea de pescadores que apenas se componía de una hilera de casas desperdigadas, una mísera plaza con algunos tenderetes y puestos donde vendían las viandas necesarias, un ínfimo templo y una casa de postas cerca de los frondosos bosques, hacia el norte.


Cuando, a la tarde, el oficial al mando les dio permiso para pasar el resto del día desocupados, Marco Aurelio quiso conocer más de cerca el diminuto poblado que se asentaba junto a la torre y el cuartel. Anduvo paseando y observaba las modestas casas, dispersadas entre sí, que regaban la costa. Tras recorrer el espacio habitado y conversar con algún vecino, se dirigió hacia el norte por el camino que conectaba con la calzada de Hispalis. Hacía un día maravilloso, típicamente primaveral, y el ambiente era agradable. Al llegar hasta la casa de postas que señalaba el límite del poblado, siguió adelante, internándose en un frondoso pinar. El camino se bifurcaba en angostas veredas, y Marco Aurelio tomó una de ellas, no sin temor a perderse y no saber encontrar el camino de regreso. Mientras andaba, reflexionaba sobre su inesperado destino.


...

martes, 5 de febrero de 2008

Tauros


La calle estaba completamente desierta. Daban la una en el campanario de una iglesia cercana. El sol, pasado ya el cénit, comenzaba a proyectar una claridad más luminosa, más acre, menos cegadora. Un ligero viento de levante oreaba el ambiente.


Entonces, salido como por ensalmo de la nada, apareció en medio de la vía un formidable toro negro, negrísimo, imponente. El morlaco trotaba, con paso solemne, mirando a cada lado, desafiante. Dos enormes y simétricas astas coronaban su poderosa cabeza. La mirada, fiera y brava, retaba silenciosamente al cuadro extraño que se le presentaba ante sí. La viva estampa de la fiereza. El retrato perfecto del colosal y eterno toro de lidia.


Las casas, cerradas puertas y ventanas a cal y canto, contribuían al surrealismo de la escena. Onírica, increíble, irreal. El silencio sepulcral que llenaba el vacío de aquella calle solitaria y luminosa, era roto sólo por el eco de las fuertes pezuñas del toro al pisar en el asfalto.


Sereno, el bravo animal se paró. Su majestuosa figura irradiaba fortaleza, nobleza y una ignota sabiduría. Su alargada sombra coloreaba las blancas y encaladas fachadas y paredes de las viviendas. Seguía sin haber nadie por la calle. Ni un ruido, ni una sola voz. Sólo la potente respiración del bóvido, sus tranquilos bufidos.


De repente, el toro alzó su descomunal testuz. Al final de la calle se adivinaba la silueta de un hombre que avanzaba lentamente en dirección opuesta hasta él. El morlaco, el aire calmado, clavó su mirada en el hombre que se acercaba. Algo en el animal se había activado. Tensión. Calma tensa.


El hombre llegó y se paró a unos metros del toro. Se miraron, el uno al otro. El hombre parecía no temer peligro alguno, y el animal no hacía nada por embestir. Sólo se observaban. Se medían, silenciosamente. Cualquiera que hubiera visto en ese instante aquella inimaginable escena, se habría sorprendido ante el instintivo respeto entre los dos seres. El hombre, gallardo, erguido, firme y tranquilo. El toro, magnífico en su porte mayestático, cabeza alta, mirada fiera. En aquella mirada, el hombre creyó advertir algo sobrenatural, primitivo. Una fuerza original, una bravura atávica. Un instinto feroz, brutal, pero a la vez noble. Algo que empujaría irremisiblemente al toro a embestir con su poderosa cornamenta si el hombre hubiera realizado el más mínimo gesto brusco. Y éste, cuando adivinó todo esto, sintió miedo. Un miedo irracional, innato. La supervivencia que llamaba a los dos seres desde lo más hondo de sus abismos. El centinela en guardia que no dudaría en dar la voz de alarma si el extraño dejase entrever intenciones ofensivas.


El animal no percibió el temor del hombre, y permaneció estático, observando al que estaba delante suya. Ya se habían visto antes. Muchas veces. En el campo, cuando el hombre lo buscaba, atrevido, subido en el lomo de un caballo. En la plaza mayor de cualquier pueblo, probándose mutuamente, la vida frente a la burla, el quiebro. Luego en el coso, en la arena. A las cinco de la tarde de cualquier agosto. Tendido lleno, silencio solemne. En duelo mortal, artístico, sublime. Con la muerte y la gloria danzando alrededor. No eran desconocidos.


Tras un breve lapso de tiempo, la escena irreal pareció disolverse. O transformarse. El bravo animal, tras evaluar a su oponente, retrocedió uno, dos, tres pasos. Formidable en sus andares, se dio la vuelta lentamente, y trotó indolentemente calle abajo. Cruzó una esquina y, al hacerlo y antes de desaparecer de la vista del hombre, volvió a medias la cabeza poderosa, la cornamenta incontestable, y clavó su mirada altiva y atávicamente diabólica en la silueta del hombre lejano, antes de desaparecer, mayestático, de aquel surrealista y onírico escenario. Un escalofrío procedente de lo más hondo de su ser recorrió el espinazo del hombre.


viernes, 1 de febrero de 2008

Mediocridad



La mediocridad es algo que me aterra profundamente. La mediocridad, la medianía, el montón. Me abruma la sensación de pertenecer a un todo informe y gris, a una masa compacta en su seguidismo irreflexivo. Intento escapar de ella, día y noche, ése es mi único afán. Y realmente no sé cómo voy a conseguirlo, ni sé si estoy poniendo las bases adecuadas para que en un futuro la mediocridad no sea más que una presencia remota en mi existencia.




Posiblemente todos mis intentos sean vanos. Quiero alcanzar algo, pero no puedo, aún, definir exactamente el qué. Sobresalir, destacar, que me recuerden. La medianía es para mí la ausencia de ambición en la vida de una persona. La ambición, creo yo, puede ser de muchos tipos. Hay gente que desea poder, autoridad, mandar sobre los demás. Causar respeto, temor y admiración. Otras gente ambiciona el dinero, la acumulación de riquezas y bienes materiales, la ostentación de dicho estatus social privilegiado. Alcanzar un nivel de vida lujoso y despreocupado. También hay personas, más de las que parecen a simple vista, que desean algo más prosaico, y humano, que todo eso: el sexo, la posesión carnal de otros individuos, la forma de superioridad entre iguales más primitiva, salvaje y, por supuesto, natural.




Yo pienso que estos son los tres motivos de ambición que mueven a las personas, de toda raza, origen y condición. Las personas ambiciosas son las que hacen girar la rueda de la fortuna y el mundo, las que manejan a su antojo a los demás como haría una estrella del ciclismo con sus compañeros gregarios. Y, consecuentemente, es la ambición la que convulsiona el planeta y lo hace avanzar, para bien, o para mal. También, casi siempre, son estas personas las que figuran en los libros de Historia, con nombre, apellidos, obra y milagros, per secula seculorum. La justicia o no de esta circunstancia es algo que escapa a mi análisis.




¿Porqué sólo unos pocos, de entre los millones de personas que habitamos la tierra, están destinados a destacar, sea el ámbito que sea de las actividades y relaciones humanas? Yo deseo pertenecer a esa aristocracia humana, en el sentido original del término, pero todavía no sé ni cómo ni cuándo será el momento. Ni siquiera sé si se presentará. Y peor aún, ni siquiera sé si tendré fuerzas ni motivaciones suficientes para estar preparados por si tal día, y tal hora, llegasen. Me conozco demasiado bien para no poder asegurar nada de eso.




Lo que sí sé es que no quiero vivir dentro del anonimato colectivo y globalizado hacia el que va el mundo. Tal vez sólo sea un deseo que muera y quede precisamente en eso, en deseo, y forme parte del ya amplio baúl de los deseos olvidados. Seguramente me tendré que plegar y viviré una vida anodina, sórdida, mediocre y amarga. Justamente eso es lo que me fascina de la mayoría de mis congéneres: les gusta, aspiran a vivir así. Una vida convertida en un remanso de paz, tranquilidad...y anodina mediocridad. ¿Acaso no tienen ambición? ¿Acaso no desean otra cosa para sí mismos? ¿Ni siquiera lo han vislumbrado en algún sueño húmedo? ¿Se conforman con un trabajo, un matrimonio pueblerino previamente convenido, un coche, y una vida limitada?




El mundo es grande, lo estoy atisbando. Es grande, en su diversidad, en su belleza, y en su dificultad. Es grande, simple y pragmáticamente. Objetiva y humanamente grande. Hay personas, que están fuera, en lugares insospechados, que uno jamás podría imaginar siquiera su existencia, ni la importancia que cobrarán en su propia vida. ¿Es lícitamente humano constreñirse a sí mismo y autolimitarse? ¿No es triste vivir sin saber que la vida, en toda su alegre, triste, apasionante y cruel realidad, está ahí fuera?




Por eso a mí me gustaría, muchas veces, ser un mediocre, ignorar lo que hay más allá de mis propias narices. Quisiera conformarme con lo que me da mi realidad más cercana, sin preocuparme de vivir, ni de conocer, ni de intentar saber. Quisiera vivir en la felicidad del ignorante, y no vislumbrar más allá. No tener la lucidez necesaria para darse cuenta de lo precario, efímero y volátil que es todo. Ni tampoco quisiera darme cuenta de que lo que te encuentras sin quererlo un día, está sujeto a múltiples factores y variaciones, y tan rápidamente como viene, se va.




Por todo esto quisiera ser un mediocre ignorante. Porque tener lucidez es una condena en esta sociedad banal y descreída. Vislumbrar es disfrutar vertiginosamente y errar, mucho y muy tristemente, en los caminos de la soledad y la resignada tristeza. Pero también, ser un mediocre es renunciar a la condición intelectual del hombre por naturaleza, descartar el don del que la evolución nos dotó y equipararse a los animales que actúan por instinto, y por querencias. Los mediocres se mueven por instinto y por querencias, por caminos ya marcados y seguros, fiables.




Yo no quiero ser un mediocre.

Un relato épico, III


...

Mientas el moro lo inquiría con la mirada, echó un vistazo a los suyos. Vio miedo en algunos de ellos. En otros vio orgullo, raza. Vislumbró, con un súbito fogonazo de lucidez, que sólo tenía que espolearlos con un gesto, una mirada o una palabra, y el odio secular hacia el enemigo de siempre rebrotaría desbocado en sus corazones. 800 años de pelea sin cuartel volverían a hervir en sus venas al menor estímulo. Eran 13, con él. Hizo un cálculo mental rápido: con el equipamiento de los moros, y los suyos, estaban parejos. Los sarracenos tenían tres baterías de artillería fuera, en la explanada, custodiados por al menos 5 soldados más. Bonifaz contaba con las dos ametralladoras, situadas en una posición elevada. La morisma estaba fresca, bien pertrechada y era gente profesional. Ellos habían aprendido a montar el fusil sobre la marcha, no tenían excelsos conocimientos de táctica militar, y estaban cansados. Pero luchaban por su tierra y por sus vidas. “Por qué no”, pensó Bonifaz.

-No- Se sorprendió a sí mismo de la rotundidad con que lo pronunció.
-¿No? ¿No qué?- El moro reía socarrón, con esa mueca rifeña, a medias una sonrisa y a medias una amenaza, que no presagiaba nada agradable.

“Qué coño”, se dijo. De perdidos al río. Mejor morir aquí, con la cruz, el cristo, el cirio pascual y toda la parafernalia en la boca, que no vivir doblando, de nuevo, la cerviz ante otro dios, otros dogmas y otros amos. Que les den mucho por el culo a Mahoma y a Alá. También Jesucristo y el Papa podían ir yéndose muy lindamente al carajo. Pero éstos, pensó el sargento Bonifaz con una expresión de insondable tristeza marcándole el rostro, al menos estaban ya allí cuando ellos nacieron.

A tomar porculo, vive Dios. A morir matando como buenos hijos de Iberia.

-Santiago y cierra España- Exclamó contundente y seguro de sí, admirando su propia entereza de espíritu, que creía inexistente.

El moro lo miró incrédulo, seguro de que en algún lugar recóndito de la memoria genética de la raza a la que pertenecía ya había escuchado aquello antes.
Los españoles, picados interiormente por la vieja fórmula mágica de combate, de la que casi todos desconocían su significado literal, apretaron con más firmeza sus fusiles. La demás morisma miraba la escena inquieta y recelosa, esperando una respuesta de su capitán. Sonaban antiguos tambores de guerra, oxidados por el olvido, acartonados por el polvo, pero no muertos. Viejas estampas, atalayas ardiendo en llanuras abrasadas por un sol cegador que reverberaba, áureo, en las bruñidas armaduras de miles de guerreros de dos ejércitos separados por el cauce de un riachuelo, una cruz y una media luna.

Antiguos rituales, viejos enemigos, pendones y banderas rasgando el cielo. Juramentos, votos, lanzas, arcabuces humeantes y ballestas tensadas. Reconquista y tierra quemada.
Entonces el sargento Bonifaz sintió como el castellano adusto, recio, soberbio, orgulloso e hidalgo, forjado en siglos de pelea constante en fronteras áridas, esperas nocturnas con el alma pendiente de un gesto, una voz o una lanzada, volvía a tomar posesión de su voluntad y hacía algo que no por tantos siglos había olvidado, y levantó muy pausada y parsimoniosamente su escopeta de postas y ante el estupor del moro, paralizado por la sorpresa, le descerrajó un tiro entre las cejas que vino a reventarle la cabeza como un globo pinchado.

“Por mis cojones –alcanzó a pensar el sargento Bonifaz mientras apretaba el gatillo- que tú esta noche cenas con Alá”.

Vive Dios, que aquello fue Troya.


Fin