viernes, 1 de febrero de 2008

Mediocridad



La mediocridad es algo que me aterra profundamente. La mediocridad, la medianía, el montón. Me abruma la sensación de pertenecer a un todo informe y gris, a una masa compacta en su seguidismo irreflexivo. Intento escapar de ella, día y noche, ése es mi único afán. Y realmente no sé cómo voy a conseguirlo, ni sé si estoy poniendo las bases adecuadas para que en un futuro la mediocridad no sea más que una presencia remota en mi existencia.




Posiblemente todos mis intentos sean vanos. Quiero alcanzar algo, pero no puedo, aún, definir exactamente el qué. Sobresalir, destacar, que me recuerden. La medianía es para mí la ausencia de ambición en la vida de una persona. La ambición, creo yo, puede ser de muchos tipos. Hay gente que desea poder, autoridad, mandar sobre los demás. Causar respeto, temor y admiración. Otras gente ambiciona el dinero, la acumulación de riquezas y bienes materiales, la ostentación de dicho estatus social privilegiado. Alcanzar un nivel de vida lujoso y despreocupado. También hay personas, más de las que parecen a simple vista, que desean algo más prosaico, y humano, que todo eso: el sexo, la posesión carnal de otros individuos, la forma de superioridad entre iguales más primitiva, salvaje y, por supuesto, natural.




Yo pienso que estos son los tres motivos de ambición que mueven a las personas, de toda raza, origen y condición. Las personas ambiciosas son las que hacen girar la rueda de la fortuna y el mundo, las que manejan a su antojo a los demás como haría una estrella del ciclismo con sus compañeros gregarios. Y, consecuentemente, es la ambición la que convulsiona el planeta y lo hace avanzar, para bien, o para mal. También, casi siempre, son estas personas las que figuran en los libros de Historia, con nombre, apellidos, obra y milagros, per secula seculorum. La justicia o no de esta circunstancia es algo que escapa a mi análisis.




¿Porqué sólo unos pocos, de entre los millones de personas que habitamos la tierra, están destinados a destacar, sea el ámbito que sea de las actividades y relaciones humanas? Yo deseo pertenecer a esa aristocracia humana, en el sentido original del término, pero todavía no sé ni cómo ni cuándo será el momento. Ni siquiera sé si se presentará. Y peor aún, ni siquiera sé si tendré fuerzas ni motivaciones suficientes para estar preparados por si tal día, y tal hora, llegasen. Me conozco demasiado bien para no poder asegurar nada de eso.




Lo que sí sé es que no quiero vivir dentro del anonimato colectivo y globalizado hacia el que va el mundo. Tal vez sólo sea un deseo que muera y quede precisamente en eso, en deseo, y forme parte del ya amplio baúl de los deseos olvidados. Seguramente me tendré que plegar y viviré una vida anodina, sórdida, mediocre y amarga. Justamente eso es lo que me fascina de la mayoría de mis congéneres: les gusta, aspiran a vivir así. Una vida convertida en un remanso de paz, tranquilidad...y anodina mediocridad. ¿Acaso no tienen ambición? ¿Acaso no desean otra cosa para sí mismos? ¿Ni siquiera lo han vislumbrado en algún sueño húmedo? ¿Se conforman con un trabajo, un matrimonio pueblerino previamente convenido, un coche, y una vida limitada?




El mundo es grande, lo estoy atisbando. Es grande, en su diversidad, en su belleza, y en su dificultad. Es grande, simple y pragmáticamente. Objetiva y humanamente grande. Hay personas, que están fuera, en lugares insospechados, que uno jamás podría imaginar siquiera su existencia, ni la importancia que cobrarán en su propia vida. ¿Es lícitamente humano constreñirse a sí mismo y autolimitarse? ¿No es triste vivir sin saber que la vida, en toda su alegre, triste, apasionante y cruel realidad, está ahí fuera?




Por eso a mí me gustaría, muchas veces, ser un mediocre, ignorar lo que hay más allá de mis propias narices. Quisiera conformarme con lo que me da mi realidad más cercana, sin preocuparme de vivir, ni de conocer, ni de intentar saber. Quisiera vivir en la felicidad del ignorante, y no vislumbrar más allá. No tener la lucidez necesaria para darse cuenta de lo precario, efímero y volátil que es todo. Ni tampoco quisiera darme cuenta de que lo que te encuentras sin quererlo un día, está sujeto a múltiples factores y variaciones, y tan rápidamente como viene, se va.




Por todo esto quisiera ser un mediocre ignorante. Porque tener lucidez es una condena en esta sociedad banal y descreída. Vislumbrar es disfrutar vertiginosamente y errar, mucho y muy tristemente, en los caminos de la soledad y la resignada tristeza. Pero también, ser un mediocre es renunciar a la condición intelectual del hombre por naturaleza, descartar el don del que la evolución nos dotó y equipararse a los animales que actúan por instinto, y por querencias. Los mediocres se mueven por instinto y por querencias, por caminos ya marcados y seguros, fiables.




Yo no quiero ser un mediocre.

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