miércoles, 20 de febrero de 2008
Aquella noche maravillosa
5 minutos antes del final del partido, yo ya había abandonado toda esperanza. Encogido en el sofá, deseando que éste se volviera león y me tragase, asistía anonadado a la inmolación del Madrid en Zaragoza. El equipo me había acostumbrado a victorias gloriosamente agónicas con goles imposibles en el último suspiro, pero aquello ya era demasiado. No hacía falta un gol. Hacían falta dos.
Para llegar a aquella situación habían pasado muchas cosas. Tras tres años horrendos, el madridismo observó, primero con escepticismo, y luego con ilusión y rabia contenida, cómo un equipo roto, dividido, acabado, con un entrenador cuestionado y un club institucionalmente convertido en república centroafricana, levantaba el vuelo después de haber hecho el enésimo ridículo en Munich, en los octavos de la vieja y añorada Copa de Europa, el santo grial madridista.
De la mano del mejor entrenador del orbe, el equipo se reagrupó inesperadamente tras unas señas básicas: coraje, fe, unos esquemas tácticos básicos, y muchos cojones. Escalando el Everest, abrigado por la indulgencia y la sorna del resto del mundo, fue llegando arriba. Y llegó. Para asombro general, recortó la desventaja sobre la mejor plantilla del mundo, el Barcelona de las "7 copas" a puro huevo. Nadie lo esperaba. Sinceramente, yo tampoco.
Despúes de haber caminado por el desierto más infame y dramático durante 3 largos años, la súbita ilusión hizo desbordarse al madridismo. Dos goles sobrenaturales -mítico Higuaín, 4-3 frente al Español, para el recuerdo Roberto Carlos, 2-3 en Huelva- llevaron al Madrid a la cumbre de la Liga a falta de dos partidos. Todo ello sazonado con la inesperada caída libre del Barcelona y sus estrellas, incapaces de reaccionar coherentemente ante el ataque masivo de la banda de forajidos sedientos de venganza que comandaba Don Fabio Capello. La Liga, un título, el anhelo soñado. A dos partidos. A 180 minutos del cielo estaba el madridismo.
Pero antes de la traca final del Bernabéu ante el Mallorca, llegaban Madrid y Barcelona igualados a puntos a la penúltima jornada. El Barcelona jugaba en casa frente a su vecino y rival, el Español de Tamudo y Valverde. El Madrid, marchaba a Zaragoza, uno de los campos más difíciles y hostiles de España, especialmente para el Real. Todos confiaban en un pinchazo blanco en Aragón, y todos apostaban por una victoria fácil del Barcelona ante un Español débil que no se jugaba nada. Ilusos. No sabían lo que les esperaba.
A 5 minutos del final, Diarra mandaba un cabezazo claro al limbo. El Madrid perdía 2-1, en un partido trágico, dramático. El Barcelona ganaba 2-1 en un Camp Nou entregado, que celebraba ya una Liga que habían visto perdida. El madridismo necesitaba marcar 2 goles, o empatar, y que el Españól hiciera la machada e igualara en el Camp Nou. Algo imposible. En el 89, en La Romareda se coreaba el adiós a la Liga, adiós y el Madrid lloraba una derrota inminente. De la misma forma que la posibilidad de ganar la Liga surgió, se iba. Brusca, súbitamente. Se iba irremediablemente.
De pronto, el Madrid, volcado de forma dramática sobre la puerta aragonesa, enlazó una jugada. Guti en profundidad, Roberto Carlos en línea de fondo, pase atrás, tiro de Higuaín, para César, Van Nistelrooy la pincha...y ¡gol!
En ese momento, yo y millones de personas de todo el mundo, saltamos del sillón. ¿Cuánto queda? ¡Vamos cojones, vamos! ¿3 minutos? ¡3 minutos, joder, qué puta mierda! ¿Cómo? ¿Gol de Tamudo? ¿Tamudo? ¿En Barcelona? ¡Sí! ¡Gol! ¡Goooooooooooooooooool! ¡Gol hostia gol, gol, gol, gol! ¿Pero cómo es posible? ¡Gooooooooooooool!
Los recuerdos han ido brotando, días después, a mi cabeza. En aquellos momentos no era capaz de hilvanar dos ideas coherentes, porque la alegría tan inesperada me había sacudido de forma brutal. Roto, destrozado....y de pronto, ¡Campeones! ¡Sí!
Si algo me quedó claro en esa noche, fue que Dios existe, y además es del Madrid. De rodillas, intentando sintonizar la radio -¡que no marque el Sevilla por Dios! ¡Que acabe ya en Barcelona!- la ilusión se convertía en rabia. Rabia primitiva, cólera alegre. Chillaba junto a mi hermano, pareciendo orangutanes. Cuando el árbitro pitó el final en Barcelona, golpeé el suelo con una frustración 4 años guardada. Y cuando pitó en Zaragoza....
Guti y Robinho abrazados saltando junto a los valientes madridistas que arropaban en Zaragoza, Beckham, cojo y cansado, saludaba con una bufanda en el cuello. Higuaín y Reyes se apiñaban en el centro del campo....el orgullo de pertenecer al viejo y eterno Campeón de Campeones renacía en el interior del madridismo. Orgullo de casta, orgullo vikingo. Cuatro años guardado, humillado, mofado, ocultado.
Todavía quedaba un partido, ante el Mallorca. Pero esa era otra historia, y vive Dios que fué buena. Pero aquella noche, en Zaragoza, quedará grabada para siempre en mi memoria y en mis retinas. Con el tiempo, supongo que las imágenes se emborronarán y la leyenda mitificará lo que fue aquello. Algo grandioso, memorable, glorioso. Algo inexplicable. Una noche para disfrutar, por fin. La noche del madridismo.
El viejo y eterno Real había vuelto.
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1 comentario:
Ni me imagino como te sentirías si como yo pasaras 4 veces al día delante del Bernabeu y además trabajaras en la misma acera unos metros más abajo, como a 10/15 minutos andando (una estación de metro)
Besos madrileños y madridistas.
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