La calle estaba completamente desierta. Daban la una en el campanario de una iglesia cercana. El sol, pasado ya el cénit, comenzaba a proyectar una claridad más luminosa, más acre, menos cegadora. Un ligero viento de levante oreaba el ambiente.
Entonces, salido como por ensalmo de la nada, apareció en medio de la vía un formidable toro negro, negrísimo, imponente. El morlaco trotaba, con paso solemne, mirando a cada lado, desafiante. Dos enormes y simétricas astas coronaban su poderosa cabeza. La mirada, fiera y brava, retaba silenciosamente al cuadro extraño que se le presentaba ante sí. La viva estampa de la fiereza. El retrato perfecto del colosal y eterno toro de lidia.
Las casas, cerradas puertas y ventanas a cal y canto, contribuían al surrealismo de la escena. Onírica, increíble, irreal. El silencio sepulcral que llenaba el vacío de aquella calle solitaria y luminosa, era roto sólo por el eco de las fuertes pezuñas del toro al pisar en el asfalto.
Sereno, el bravo animal se paró. Su majestuosa figura irradiaba fortaleza, nobleza y una ignota sabiduría. Su alargada sombra coloreaba las blancas y encaladas fachadas y paredes de las viviendas. Seguía sin haber nadie por la calle. Ni un ruido, ni una sola voz. Sólo la potente respiración del bóvido, sus tranquilos bufidos.
De repente, el toro alzó su descomunal testuz. Al final de la calle se adivinaba la silueta de un hombre que avanzaba lentamente en dirección opuesta hasta él. El morlaco, el aire calmado, clavó su mirada en el hombre que se acercaba. Algo en el animal se había activado. Tensión. Calma tensa.
El hombre llegó y se paró a unos metros del toro. Se miraron, el uno al otro. El hombre parecía no temer peligro alguno, y el animal no hacía nada por embestir. Sólo se observaban. Se medían, silenciosamente. Cualquiera que hubiera visto en ese instante aquella inimaginable escena, se habría sorprendido ante el instintivo respeto entre los dos seres. El hombre, gallardo, erguido, firme y tranquilo. El toro, magnífico en su porte mayestático, cabeza alta, mirada fiera. En aquella mirada, el hombre creyó advertir algo sobrenatural, primitivo. Una fuerza original, una bravura atávica. Un instinto feroz, brutal, pero a la vez noble. Algo que empujaría irremisiblemente al toro a embestir con su poderosa cornamenta si el hombre hubiera realizado el más mínimo gesto brusco. Y éste, cuando adivinó todo esto, sintió miedo. Un miedo irracional, innato. La supervivencia que llamaba a los dos seres desde lo más hondo de sus abismos. El centinela en guardia que no dudaría en dar la voz de alarma si el extraño dejase entrever intenciones ofensivas.
El animal no percibió el temor del hombre, y permaneció estático, observando al que estaba delante suya. Ya se habían visto antes. Muchas veces. En el campo, cuando el hombre lo buscaba, atrevido, subido en el lomo de un caballo. En la plaza mayor de cualquier pueblo, probándose mutuamente, la vida frente a la burla, el quiebro. Luego en el coso, en la arena. A las cinco de la tarde de cualquier agosto. Tendido lleno, silencio solemne. En duelo mortal, artístico, sublime. Con la muerte y la gloria danzando alrededor. No eran desconocidos.
Tras un breve lapso de tiempo, la escena irreal pareció disolverse. O transformarse. El bravo animal, tras evaluar a su oponente, retrocedió uno, dos, tres pasos. Formidable en sus andares, se dio la vuelta lentamente, y trotó indolentemente calle abajo. Cruzó una esquina y, al hacerlo y antes de desaparecer de la vista del hombre, volvió a medias la cabeza poderosa, la cornamenta incontestable, y clavó su mirada altiva y atávicamente diabólica en la silueta del hombre lejano, antes de desaparecer, mayestático, de aquel surrealista y onírico escenario. Un escalofrío procedente de lo más hondo de su ser recorrió el espinazo del hombre.
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