martes, 12 de febrero de 2008

Orígenes, II

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Tras completar el preceptivo período de entrenamiento y adiestramiento en el ejercicio de las armas, el joven Marco Aurelio Ambrosio esperaba ansioso en su cuartel de Gades la plaza a la que sería destinado dentro del Ejército. Pasaba las horas en el muelle de la populosa ciudad, entre los exóticos barcos procedentes de Oriente, y hablaba a menudo con soldados que le contaban, en las variopintas tabernas del puerto, entre tientos a las jarras de vino, la fiereza de los indomables germanos del Limes, combates inciertos en la boscosa y húmeda Galia ante los belicosos celtas o esplendorosas batallas en las eternas y ardientes arenas de Siria contra los fabulosos partos. Y él soñaba con ser parte de ellas, con tomar al asalto y con un puñado de escogidos alguna fortaleza en Britania y ser recibido en Roma con honores de emperador.

Por eso le extrañó y decepcionó un tanto descubrir que pasaría sus 5 primeros meses como soldado raso del Ejército de Roma en Arx Gerontis, nombre con el que se conocía desde tiempos inmemoriales la zona arenosa y dunar que dominaba la desembocadura del gran río Betis, al noroeste de Gades, cerca de Onuba. La decepción duró poco cuando supo que aquella tierra cálida llena de pinares y retamas había sido la puerta del mítico y fabuloso reino de Tartessos, dominios del legendario Argantonio, de la cual había tomado posesión para el Senado y el Pueblo de Roma Quinto Servilio Caepión hacia el año 140 a.C. La mente de Marco Aurelio, despierta y dada a la fantasía, en seguida imaginó montañas de oro y bronce custodiadas en fortalezas ocultas entre la maleza de espesos pinares por invencibles guerreros tartésicos que aguardaban hostiles el momento de recuperar su reino milenario.

Ahora, caminando por aquellas hiniestas, perdido entre altos e imponentes pinos, Marco Aurelio reflexionaba sobre todo aquello. Respiró hondo el aire puro y limpio de aquel ambiente virgen, y se deleitó al escuchar el trinar de los pájaros, el rumor de la naturaleza perezosa que dormitaba debajo de la suave calidez de un sol radiante. De repente, creyó ver el reflejo broncíneo de una armadura, entre las palmas. Miró más detenidamente y le pareció creer que varios yelmos dorados se aupaban entre la arboleda. Se palpó el cinto, donde guardaba su gladio, pero al momento desaparecieron las visiones. Retrocedió, convencido de haber sido engañado por la mente, y buscó sus pasos hasta encontrar el camino de regreso a la aldea.

De vuelta, pasó por una loma alta desde donde se tenía una visión completa de la aldea. Desde allí podían admirarse en toda su plenitud aquellos singulares corrales de pesquería; espacios semicirculares, acotados por sólidos muros de piedra ostionera, donde en la bajamar las gentes del lugar recogían los peces que la pleamar atrapaba en ellos.

A su lado, unos obreros terminaban de recojer sus utensilios y se preparaban para marcharse. En el suelo, unas marcas de tiza y unas estacas delimitando el espacio delataban la construcción de un edificio. Preguntó a uno de aquellos hombres, y le dijeron que levantaban lo que sería una fábrica donde elaborarían el fruto de la pesca de los aldeanos, donde se haría garum, la famosa salsa de entrañas de pescado y otros condimentos, básica en la dieta romana. Marco Aurelio siguió caminando y llegó a las puertas del campamento cuando el sol se disponía a sumergirse en el mar.

Desde lo alto de la Turris Caepionis, oyendo el batir de las olas contra las lajas de piedra, observó el sugestivo ocaso del sol, y admiró la escena. Rememoró el sinfín de sensaciones que había percibido aquel día, el primero como legionario romano, en aquella tierra apartada y tranquila. Su juventud anhelaba acción, entrar en combate, para lo que había sido instruido. Pero se decidió a aprovechar la estancia que los dioses le habían otorgado en aquella misteriosa tierra donde la naturaleza mezclaba un mar celestial, playas eternas, pinares seculares, un cielo de nubes blancas y esponjosas, arena, luz, roca y sal. Un lugar de belleza indescripible, concluyó Marco Aurelio, bajando la escalera rumbo a su barracón.

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