La puerta de chiqueros se abría ante él negra e imponente como boca de lobo. Sonaban los compases del clarinete, anunciando la salida del morlaco, y en su cabeza los pensamientos se iban, fluyendo lentamente hacia la nada.
Al ponerse de rodillas ante los toriles, sintió la arena húmeda crujir bajo sus rótulas. Respiró hondo y se afirmó la chaquetilla con un altanero golpe de hombros. Eso lo animó, le dio fuerzas. El capote descansaba sobre sus faldas, y su mirada se fijaba en la honda negrura que había más allá de aquel portillo oscuro de donde saldría, instantes después, la muerte vestida de negro ruán, con astas afiladas y mirada demoníaca. Pero no tenía miedo.
El miedo lo había ido dejando atrás a medida que cruzaba, paso a paso, la arena del monumental coso sevillano desde el burladero donde se había refrescado, por última vez, la garganta. Eran las cinco de la tarde, agosto, en Sevilla. El calor era intolerable, y el bochorno hacía que sus ropas se le pegasen a la piel. Sentía arder su cabeza debajo de la montera, y pensó en quitársela para afrontar la coyuntura más cómodamente. Pero desechó la idea: había que guardar la compostura siempre.
La Real Maestranza de Caballería estaba repleta, hasta la bandera. Bandera que no ondeaba, curiosamente, porque no corría ni una brizna de aire, y el que lo hacía era ardiente, sahariano. Lo mejor de Sevilla se daba cita en los tendidos de sombra, mientras que los menos pudientes aunque más sapientes en la tauromaquia sobrevivían en el sol, protegiéndose de la mejor manera.
Los murmullos se fueron apagando cuando el diestro cruzaba la plaza, hasta convertirse en un silencio sepulcral. Nadie hablaba ya, todos miraban admirados y recogidos aquella figura enjuta, alta y desgarbada, que se disponía a recibir a la muerte de rodillas y a la cara. Como los buenos.
En el callejón, acodados en la barrera, unos cuantos paisanos del osado matador lo miraban con aquellos ojos cansados y sabios de los hombres que han luchado toda su vida contra la tierra y las veleidades del tiempo. Con el aliento sazonado de oloroso y fino, intercambiaban frases de admiración y orgullo. En sus manos encallecidas y sus arrugas de campesino vibraba la sangre excitada por aquel paisano que se atrevía a ir al centro del mundo y desafiarlos a todos de aquella manera tan insolente. Uno de aquí, compadre, a porta gayola en la Maestranza, con dos cojones. Ahora ya me puedo morir tranquilo.
El diestro sabía todo esto, aunque no lo escuchara. También olía el salado aroma del mar de su tierra, aunque estuviera lejos. O no tanto. Y sabía, además, que ella estaba allí. La había visto cuando levantó la mirada hacia el palco presidencial, y la vio abajo. Morena, moruna e irresistiblemente deliciosa. Como siempre. Vio en sus enormes ojos el hechizo que lo había atrapado hacía tiempo, y entonces fue cuando los restos del miedo secular del hombre se esfumaron. Estaban allí sus paisanos, y estaba allí ella. Qué menos que hacerlo bien, o siquiera no derramar mucha sangre para no resultar indecoroso.
Por eso, antes de enfilar la puerta de chiqueros, se descubrió y le brindó el toro. Le sobrecogió su expresión de sorpresa, y con mirada arrogante dirigió su vista, en semicírculo, a todos los niños bien que estaban alrededor de ella. No soy de los vuestros, y además no quiero serlo, decía aquella mirada de insolencia. Soy de los que están abajo, de los que llevan mascota y gorra, chaqueta gris anticuada, pantalones oscuros pasados de moda, palillo en la boca y expresión humilde. Soy de ellos, y os voy a demostrar que somos mejores que vosotros, niñatos.
Escuchaba ya las voces de los mozos del corral arreando al toro, y veía el polvo levantado por el animal en su trotar confuso. Hasta su nariz llegaba el olor fuerte, penetrante y correoso, del toro bravo. La lucha ancestral iba a dar comienzo. El hombre y el animal, frente a frente, en la arena. Momentos antes de afrontar el trance, el torero creyó distinguir una figura negra danzando de forma siniestra a su alrededor. Sólo fue una visión momentánea, recordaría años más tarde.
Ya veía los ojos enfebrecidos de furia primitva del toro que buscaban la luz del sol. Eran las cinco de la tarde, en Sevilla, a la vera del río Guadalquivir. Sus paisanos se persignaro, y sólo dijeron "suerte, compadre". Él no rezó, sólo puso la mente en blanco luego de recordar mecánicamente, y por última vez, los movimientos precisos que ejecutaría segundos después. El morlaco, lapidario en sus 500 quilos de ira descontrolada, no tuvo tiempo de ver nada más que un bulto en mitad de su carrera, deslumbrado ante la luz del sol. Como un bailarín flamenco, el matador agitó su capote en una estética media verónica, hurtando el cuerpo al compás para dejar que la inmensidad del astado pasara por donde milésimas de segundo antes había estado su cuerpo, y golpeara al aire y a su capote.
Ya está, lo había hecho. El momento había quedado grabado para siempre en la memoria de todos los presentes. Saboreabe el triunfo que le aguardaba, apremiante. Sólo tenía que agarrarlo con los dedos.
Dos lágrimas corrían por la desgastada mejilla de sus paisanos, y un escalofrío recorrió de arriba abajo a la morena moruna de ojos como soles que había capturado su corazón y que lo veía desde allá en lo alto, en la tribuna.
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