viernes, 1 de febrero de 2008
Un relato épico, III
...
Mientas el moro lo inquiría con la mirada, echó un vistazo a los suyos. Vio miedo en algunos de ellos. En otros vio orgullo, raza. Vislumbró, con un súbito fogonazo de lucidez, que sólo tenía que espolearlos con un gesto, una mirada o una palabra, y el odio secular hacia el enemigo de siempre rebrotaría desbocado en sus corazones. 800 años de pelea sin cuartel volverían a hervir en sus venas al menor estímulo. Eran 13, con él. Hizo un cálculo mental rápido: con el equipamiento de los moros, y los suyos, estaban parejos. Los sarracenos tenían tres baterías de artillería fuera, en la explanada, custodiados por al menos 5 soldados más. Bonifaz contaba con las dos ametralladoras, situadas en una posición elevada. La morisma estaba fresca, bien pertrechada y era gente profesional. Ellos habían aprendido a montar el fusil sobre la marcha, no tenían excelsos conocimientos de táctica militar, y estaban cansados. Pero luchaban por su tierra y por sus vidas. “Por qué no”, pensó Bonifaz.
-No- Se sorprendió a sí mismo de la rotundidad con que lo pronunció.
-¿No? ¿No qué?- El moro reía socarrón, con esa mueca rifeña, a medias una sonrisa y a medias una amenaza, que no presagiaba nada agradable.
“Qué coño”, se dijo. De perdidos al río. Mejor morir aquí, con la cruz, el cristo, el cirio pascual y toda la parafernalia en la boca, que no vivir doblando, de nuevo, la cerviz ante otro dios, otros dogmas y otros amos. Que les den mucho por el culo a Mahoma y a Alá. También Jesucristo y el Papa podían ir yéndose muy lindamente al carajo. Pero éstos, pensó el sargento Bonifaz con una expresión de insondable tristeza marcándole el rostro, al menos estaban ya allí cuando ellos nacieron.
A tomar porculo, vive Dios. A morir matando como buenos hijos de Iberia.
-Santiago y cierra España- Exclamó contundente y seguro de sí, admirando su propia entereza de espíritu, que creía inexistente.
El moro lo miró incrédulo, seguro de que en algún lugar recóndito de la memoria genética de la raza a la que pertenecía ya había escuchado aquello antes.
Los españoles, picados interiormente por la vieja fórmula mágica de combate, de la que casi todos desconocían su significado literal, apretaron con más firmeza sus fusiles. La demás morisma miraba la escena inquieta y recelosa, esperando una respuesta de su capitán. Sonaban antiguos tambores de guerra, oxidados por el olvido, acartonados por el polvo, pero no muertos. Viejas estampas, atalayas ardiendo en llanuras abrasadas por un sol cegador que reverberaba, áureo, en las bruñidas armaduras de miles de guerreros de dos ejércitos separados por el cauce de un riachuelo, una cruz y una media luna.
Antiguos rituales, viejos enemigos, pendones y banderas rasgando el cielo. Juramentos, votos, lanzas, arcabuces humeantes y ballestas tensadas. Reconquista y tierra quemada.
Entonces el sargento Bonifaz sintió como el castellano adusto, recio, soberbio, orgulloso e hidalgo, forjado en siglos de pelea constante en fronteras áridas, esperas nocturnas con el alma pendiente de un gesto, una voz o una lanzada, volvía a tomar posesión de su voluntad y hacía algo que no por tantos siglos había olvidado, y levantó muy pausada y parsimoniosamente su escopeta de postas y ante el estupor del moro, paralizado por la sorpresa, le descerrajó un tiro entre las cejas que vino a reventarle la cabeza como un globo pinchado.
“Por mis cojones –alcanzó a pensar el sargento Bonifaz mientras apretaba el gatillo- que tú esta noche cenas con Alá”.
Vive Dios, que aquello fue Troya.
Fin
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