jueves, 7 de febrero de 2008

Orígenes, I


Año 100 a.C.


Una suave y agradable brisa le acarició el rostro al entrar en la amplia rada donde anclarían. El bajel se deslizaba ligero sobre las tranquilas aguas de aquella luminosa bahía, acercándose casi hasta la orilla. Marco Aurelio Ambrosio, apoyado en la borda, contemplaba extasiado el espléndido paisaje que se abría ante él. Playas interminables de arena finísima, multitud de cerros bajos llenos de retamas y dunas. Éste era el litoral que habían deleitado los ojos de Marco Aurelio desde que salió, con su unidad, embarcado en aquella pequeña nave comercial de la vieja Gades.


Habían puesto pie a tierra hacía un buen rato, y ahora Aurelio miraba con ojos curiosos a su alrededor. El bajel había anclado en una cala situada entre dos grandes corrales de pesca, cerca del promontorio rocoso donde se alzaba la Turris Caepionis: el pequeño y útil faro que, 40 años atrás, se había construido en aquel lugar casi deshabitado por orden del cónsul Quinto Servilio Caepión.

Era aquella cala una especie de puerto natural para aquel lugar, donde fondeaban los pocos barcos que llegaban, al abrigo de la punta donde se alzaba el faro. Aquella torre había sido construida para evitar los numerosos naufragios que desde antiguo provocaba un peligroso y traicionero islote pedregoso que se situaba a escasas leguas de la entrada del río Betis. Alrededor del faro se habían ido añadiendo varios barracones militares y unas destartaladas caballerizas, como alojamiento para el reducido destacamento militar que Roma mantenía en aquel lugar estratégico, privilegiado para controlar el tráfico marítimo en el principal río de la Bética.


Cuando los 50 hombres que componían la unidad de Marco Aurelio hubieron desembarcado todos sus pertrechos, el capitán ordenó que marcharan hacia el improvisado cuartel anejo a la torre. Subieron por un espacioso sendero desde la playa hacia los barracones de la Turris Caepionis. Llegaron, se distribuyeron en el campamento según las órdenes del capitán, y comieron en compañía de la unidad a la que relevaban. Aquellos hombres llevaban allí 5 meses, habían pasado el invierno en aquel lugar apartado, y se alegraban de marcharse de un sitio tan remoto. Les contaron que aquello era una aldea de pescadores que apenas se componía de una hilera de casas desperdigadas, una mísera plaza con algunos tenderetes y puestos donde vendían las viandas necesarias, un ínfimo templo y una casa de postas cerca de los frondosos bosques, hacia el norte.


Cuando, a la tarde, el oficial al mando les dio permiso para pasar el resto del día desocupados, Marco Aurelio quiso conocer más de cerca el diminuto poblado que se asentaba junto a la torre y el cuartel. Anduvo paseando y observaba las modestas casas, dispersadas entre sí, que regaban la costa. Tras recorrer el espacio habitado y conversar con algún vecino, se dirigió hacia el norte por el camino que conectaba con la calzada de Hispalis. Hacía un día maravilloso, típicamente primaveral, y el ambiente era agradable. Al llegar hasta la casa de postas que señalaba el límite del poblado, siguió adelante, internándose en un frondoso pinar. El camino se bifurcaba en angostas veredas, y Marco Aurelio tomó una de ellas, no sin temor a perderse y no saber encontrar el camino de regreso. Mientras andaba, reflexionaba sobre su inesperado destino.


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1 comentario:

jesus vidal dijo...

hola,,si has vuelto,no te vayas mas,kedate y sigue deleitando a la gente con su cultura..de donde lo has sacado?